En los Cuadernos de letra pequeña José Jiménez Lozano anota esta cita del escritor Paul Gadenne: «El mundo de las plantas —sobre todo de las plantas silvestres— es el mundo de la inocencia, y tenemos necesidad de ese mundo». Regresar a la inocencia, antes de que sea demasiado tarde. Regresar, nombrarla. Afirmar su necesidad —en voz muy baja, eso sí— en medio del discurrir cotidiano, a través de los días con frecuencia manchados por tanta vulgaridad, por trajines embrutecedores que no nos llevan a ninguna parte. Oculto en alguno de los pliegues de nuestra conciencia puede que haya algo que se rebele contra ese estado de cosas. Puede. Cierta tarde, sentado frente a unos juncos que difunden su olor, Jiménez Lozano consigna la frase de Gadenn, rebosante de hondura y de sencillez ejemplares, y a continuación escribe en su diario: «Tenemos que conservar la alegría de los adentros y de estar vivos».
¿Inocencia a pesar de las atrocidades imperantes, y de ese tono burdo y rastrero, aniquilador de lo humano, que parece ser el propio de la vida pública y de la caterva de personajes que pululan por ella a sus anchas? ¿Alegría pese al estercolero de la televisión, a la rebaja de los ideales sociales y políticos, a la degradación del sentido de la civilidad en que debería fundarse toda convivencia digna? ¿No sería mejor recubrirse de una costra de cisnismo y mostrarnos insensibles ante la deslumbrante simplicidad de las cosas que verdaderamente importan? ¿No nos ahorraríamos de ese modo sufrimientos, las burlas que se abaten sobre aquellos que, un tanto ingenuamente, se manifiestan dispuestos a dar acogida, en lo más recóndito de sí mismos, a esos testimonios ínfimos de la realidad donde tal vez se hallen cifrados ciertos resplandores de lo eterno?
Puede que así fuera. Pero sólo pensar en la clase de vida que llevaríamos entonces es algo que produce rechazo. Renunciar a todo vestigio de nobleza en aras de una mejor acomodación al espíritu de nuestro tiempo nos condenaría a languidecer en una ciénaga. Pensemos en ello la próxima vez que nos asalte la tentación del sarcasmo. Envilecidos, incapaces de reconocer el valor de la cosas esenciales, todo cuanto pudiera salir de nocotros nacería ya muerto, contaminado por un aliento de náusea y desolación. Por eso Jiménez Lozano nos advierte sobre la necesidad de sortear esa caída en el fango, sabedor, además, de que lo difícil que resulta dejar de incurrir en ese error cuando la dinámica de la vida diaria nos arrastra con tanta asiduidad hacia ello.
Pero hay siempre alguna oportunidad para redimirse. Tal y como la literatura y el arte serios nos recuerdan, el lugar de la liberación está muy próximo: en el interior de cada uno; en el centro de esa región secreta y transparente donde la alegría de vivir arraiga incontenible y la inocencia germina al calor de una luz que no se extingue nunca.