Sevilla ha amanecido la mañana del día de la Inmaculada con el brillo de la tradición anticipada. La ciudad lo sabía o cuando menos lo intuía. La Esperanza ha regresado a su casa después de cuatro meses de espera, polémicas, sobresaltos y una restauración restaurada que ha devuelto su rostro a la devoción más popular de la ciudad de María.
Las puertas de la Basílica han abierto en la amanecida, cuando, todavía azulada, la ciudad parece un Viernes Santo al revés: nada se recoge y todo nace de nuevo. La Macarena vuelve Inmaculada, serena y luminosa, colofón del trabajo de Pedro Manzano, el restaurador que ha cargado con el desafío de «devolver esa mirada que tantos reconocen como refugio, consuelo y promesa», como ha escrito él mismo en una carta emocionada, quizás porque entendió como nadie que su tarea no era reparar una imagen, sino devolver el pulso de los días a devotos de todo el mundo.
A esa hora temprana ya aguardaban decenas de fieles, luego centenares, después miles. La fila se estiraba como una hebra interminable durante tres horas de espera que a nadie parecían doler. Había ojos cansados y vibrantes; había manos heladas y juntas; había silencios que eran oración y vivas que brotaban solos. Al otro lado del atrio, la basílica explotaba en júbilo: besos, abrazos, oraciones susurradas, jipíos que nacen de un sitio que no sabe de anatomía. «Qué bonita está», repiten señoras del barrio que nunca pasaron tantos días sin verla.
Alguien cuenta veinte centros de flores entrando al ritmo del himno de la Esperanza Macarena; cada uno lleva sus versos de Rafa Serna, poeta que le supo escribir a la Virgen como a una Madre que lo es. Otra floristería, Ramitos, ha cerrado por falta de existencias; Sevilla ha agotado las flores como quien se prepara para un regreso de gloria. El altar, cubierto de ofrendas, parece un pequeño jardín de diciembre, con presencia de hermandades hermanas. La ciudad entera, testigo y alfombra, recibe a la Virgen en un día de devoción mariana renovada.
La hermandad ha organizado dos accesos: uno para meditar ante la Virgen, como en los antiguos besamanos; otro, más libre, para quienes sólo quieran contemplarla desde el centro del templo. Sevilla, tan dada a los juicios previos y a los perdones públicos, parece haber olvidado en un gesto de piedad la tormenta del verano, aquella intervención fallida que hizo hablar al mundo entero. La Sentencia, con ánimo de eternidad, es unánime: «Ya está aquí con nosotros».
Ha vuelto la Esperanza de siempre. La Macarena ha recuperado su gesto, su naturalidad, esa mezcla de pena dulce y fortaleza que el macareno reconoce como si llevara en ella su propio apellido. Ha regresado sin estridencias, sin discursos, sin más solemnidad que la que sale de las gargantas cuando el pueblo estalla en vivas. Como vuelven las cosas que nunca se han ido del todo.
En la calle, el barrio huele a romero y a café temprano de una mañana señalada en la ciudad de María. Hay balcones abiertos y niños encaramados en los brazos de sus padres. Los bares del entorno hablaban todos de lo mismo, como si Sevilla hubiera acordado ese día ser una sola voz. «Está espectacular», exclama una señora, con los ojos de agua y un temblor en las manos. No es la única. Nadie sale igual que entra. Algo se queda dentro de la basílica o, más bien, algo se recupera, quizá la certeza de que la Esperanza vuelve siempre cuando más falta hace.
Entre rezos, flores, vigilia y emoción, Sevilla celebra su Inmaculada. Una ciudad que cada diciembre mira al cielo para saludar la pureza que juró defender encuentra, rodeada por sus hijos, la forma más humana y cercana de la luz. La Macarena vuelve y vuelve también Sevilla, reconocida en su propia fe, en su manera antigua y siempre nueva de esperar y abrazar.


