Hace unas semanas, un escritor de éxito declaró en televisión «que estamos criando generaciones de jóvenes que no están preparados para cuando venga el iceberg del Titanic». Lo dijo sin matices y con una voz rotunda, desde la atalaya moral a la que parecen haberle encumbrado sus magníficas cifras de ventas. Días después, la realidad desmentía ese dicterio: centenares de jóvenes, armados con escobas y palas, acudían generosamente a un territorio comanche asolado por la gota fría, convirtiendo aquella hazaña en nuestro Dunkerque. Imagino que, avergonzado, el escritor se tragaría sus palabras.
Le pasa siempre al que escupe hacia arriba, y también al que vomita hacia abajo, hacia las generaciones posteriores. Cuando, pasados los cuarenta, a uno le da por rememorar lo ya vivido, la memoria suele avivar los colores y atenuar los escasos fallos (que, además, se disculpan como pecadillos de juventud). En el recuerdo, todos meábamos agua bendita (y lo de «mear» es un homenaje al escritor aludido, que maneja con soltura este tipo de verbos intensos). Antes, los de nuestra generación (los de «mi quinta», como aún se oye a veces) teníamos una fortaleza que, ay, ahora se ha perdido. Y éramos cultos, y sabíamos aprovechar cada uno de los pálpitos del tiempo, y distinguíamos perfectamente entre la amistad franca y el interés torvo, y para las cosas artísticas teníamos una mirada que las dichosas pantallas han apagado, y nuestro corazón no era duro como pedernal, y… Todo mentiras, pero el recuerdo da este tipo de consuelos.
Reconozco que las luchas integeneracionales jamás me han gustado, ni como agresor ni como agredido. Por dos motivos. En primer lugar, porque me parece que parten de una premisa falsa: los de antes éramos cuasiperfectos, y los de ahora no valen gran cosa. Curiosa forma de discurrir, según la cual nos juzgamos benignamente y, en la comparación con quienes nos siguen, salimos ganando por goleada. Los romanos ya nos advirtieron de ese error: nemo iudex in causa sua. Nadie es buen juez en causa propia; y ese nadie nos incluye.
Luego hay otra razón que apenas se pone de manifiesto. Si la generación posterior a la nuestra es, por ejemplo, más floja, será en parte por culpa nuestra, porque no hemos sabido transmitirles la virtud de la fortaleza. Si hay una generación de cristal, nosotros seremos indefectiblemente sus vidrieros. Si hay una generación que no lee (o lee menos o lee peor), será que no ha visto en nuestras tardes oscuras de noviembre el gozo de la lectura, ni, en nuestra forma de expresarnos, la alegría sencilla de quien procura hablar bien y llama al pan, pan, y al vino, vino. Si hay una generación que no reza, puede que jamás nos haya visto arrodillados. Si hay una generación que, en fin, se lanza desesperada al mar en cuanto se rasga el casco del Titanic, será que, entre los músicos que aún tocaban en la cubierta, no nos veía a nosotros, que íbamos de valientes.