Vivir plenamente implica existir ante otro y para otro. A mi juicio, esta sencilla afirmación encierra la respuesta a la felicidad del hombre. El ser humano es feliz cuando se sabe reconocido y es capaz de reconocer. Es en el encuentro entre dos personalidades donde el amor florece y las acciones renacen llenas de sentido. Para poder entender qué es un verdadero encuentro o hacia dónde ha de dirigirse una mirada para que sea liberadora y fuente de comunión tenemos que hacer frente a cierta confusión de nuestros días que no nos permite distinguir entre ‘individualidad’ y ‘personalidad’.

Explicaba Jacques Maritain que, cuando hoy decimos que alguien tiene personalidad nos referimos más bien a que cuenta con unos determinados rasgos que le diferencian del resto. En el centro de esta definición suelen residir rasgos superficiales que distinguen a la persona que los posee de los demás: una determinada manera de vestir, ciertas ideas revolucionarias, un corte de pelo extravagante, un buen moño plantado encima de la cabeza… Aunque no sea políticamente correcto, lo cierto es que esta acepción de la palabra ‘personalidad’ está revestida de una suerte de encerramiento en uno mismo, de “una absorción de todas las cosas en la propia subjetividad”. Sin embargo, no siempre se ha utilizado la palabra personalidad para hacer referencia a lo que acabamos de explicar. Santo Tomás de Aquino decía que esto era la individuación, es decir, lo que distingue a una criatura de otra dentro de una misma especie.

Por otro lado, también hablamos de la ‘personalidad’ de los héroes y los santos cuando admiramos su cautivadora forma de ser, arrebatadora y abnegada, colmo de la belleza de la vida. Lo que se pone de manifiesto en las vidas de los grandes hombres y mujeres de la historia es la persona en su más profundo significado. Cuando alguien se manifiesta como persona está revelando algo del centro de su ser, donde inteligencia y libertad se citan para engendrar el amor.

Es precisamente el amor el instrumento más eficaz para darse cuenta que no es lo mismo personalidad que individualidad y que la primera toma a la segunda extendiendo el misterio del hombre más allá de sus meras cualidades físicas: “El amor, explica Maritain, no se dirige a cualidades; (…) lo que amamos es la realidad más profunda, substancial y recóndita, la más existente del ser amado: un centro metafísico más hondo que todas las cualidades y esencias que se puede descubrir y enumerar en el ser amado. De ahí que esta suerte de enumeraciones no acabe nunca en boca de los enamorados”.

La experiencia del amor, entonces, nos revela que en el otro hay algo que trasciende las notas individuales, hay un centro metafísico que imanta al que ama y que le hace preferir a esa persona antes que a cualquier otra, por muy parecidas que fuesen sus cualidades. Ese centro es lo que llamaríamos justamente personalidad.

Entonces, si la felicidad del hombre está ligada al encuentro, al reconocer y saberse reconocido, y este encuentro solo es fuente de comunión cuando es entre personas (no solo entre individuos) nos topamos con una tarea irrenunciable para cada uno de nosotros: alimentar nuestra personalidad espiritual, ahí donde residen la inteligencia y la voluntad. Si escogemos el camino de la individualidad material (si alimentamos ilimitadamente esa mal llamada personalidad) entonces acabaremos por dar prioridad a las pasiones, y seremos el centro de todo lo que ocurre, cerrándonos a toda posibilidad de éxodo y, por tanto, de encuentro. Sin embargo, si logramos, mediante una lucha humilde, trabajar lo que verdaderamente constituye nuestra personalidad (que no elimina la individualidad, sino que la trasciende) estaremos allanando el camino al encuentro, estaremos limpiando nuestras cualidades exteriores para que no empañen el tesoro que escondemos dentro. Es precisamente el brillo de ese tesoro el que atrae irresistiblemente y nos hace venderlo todo por conservarlo para siempre.