Quien haya tenido la suerte de haber leído Madrid de Corte a Checa, de Agustín de Foxá (1938), sabrá reconocer e identificar al detalle la página en la que se relata el velatorio del falangista y de los dos socialistas —«coloraos»— muertos. Y recordará entonces cómo el diplomático supo imprimir con su prosa uno de los pasajes más esclarecedores y nítidos de la realidad que sufría el pueblo español —tanto en aquel Madrid efervescente de la primera mitad de 1936, como paradójicamente en el que día a día que hoy vivimos y sorteamos—.

Cuándo me topé con dicha escena estaba en el azul hospital de un vagón de Metro de la Línea 7, rodeado de zombies y junto a los locos habituales que no acabarían de entender lo que yo estaba haciendo con el lapicero. Subrayaba y doblaba la página, que en la edición incómoda —pero querida, como todo libro de mi abuelo— que lanzó el diario El Mundo, estaba numerada en la 171. En esta, nos viene Foxá a retratar, en la plena guerra de guerrillas que sacudió de sangre los barrios de Madrid los meses previos al estallido de la guerra, el velatorio y custodia de los cuerpos yacientes de dos socialistas y un falangista, resquebrajados y caídos respectivamente a tiros durante aquella jornada que resultaría dura en las calles, y que sería otra más. Y de cómo en la dulce tregua que parecen dar siempre las horas entradas de la madrugada, terminaron los camaradas y familiares que velaban por los asesinados dejándose cigarrillos y abrigándose respetuosamente en el consuelo y en el duelo de cada uno. «Aquella hora misteriosa y delgada hermanaba a todos, veían únicamente tres muertos, a la luz verdosa del amanecer».

Subiendo de correr de El Retiro, y con algo de predisposición, alcancé Velázquez 89 y me detuve, con lo leído en la cabeza y la distancia del tiempo y del respeto a una generación que no es la mía, en el bloque macizo y marrón que hizo de domicilio de José Calvo Sotelo. Y de donde lo sacaron de la cama y apartaron, para siempre, de su familia aquella noche de julio antes de matarle. Queda de esta manera también pendiente, en consecuencia, parar por la puerta del Humilladero de Nuestra Señora de la Soledad, entre Fuencarral y Augusto Figueroa, y contextualizar e imaginar aquella verja dónde tanta vieja echaba sus rezos y plegarias del antiguo oratorio de Santa María del Arco en la noche que cayó a tiros el teniente José del Castillo tras haber dejado a su mujer Consuelo en casa.

Resulta llamativo que tras ponerse uno a picotear un poco se dé cuenta de la innumerable cantidad de historias, documentos, pormenores y detalles ignorados y olvidados a propósito de aquellos años que se nos escapan de las manos y que a día de hoy nadie relata o nadie nos quiere relatar. Reducidos y dejados a escuchar, tirados en el sofá y desde una red social, juicios de valor o sentencias absolutas sobre nuestra historia, hemos permitido que se nos explique al dictado, la obra y vida de personajes —por citar un par de graves ejemplos— de la talla e importancia de José Antonio Primo De Rivera o Federico García Lorca, sin apenas un estudio exhaustivo e interesado en ellos, pero sí con su respectiva dosis de carga vírica e ideológica en una suerte de idealización al gusto de perversos fines. Así con todo, no hay filtro que encuentre, entre toda la cantidad industrial y edulcorada que se está vertiendo sobre los años 30 en España, los cientos de episodios, tan humanos y esclarecedores que se pueden hallar en tanto libro y documento.

Y es que la España que se quiere, la popular y alegre, y la que también veló a sus muertos y le lio el cigarrillo al contrario en las madrugadas de plomo de Foxá, la España del soldado que tocaba al que se escondía durante un saqueo y callaba y no decía nada, al fin y al cabo la España de una generación que no es la nuestra y que va desapareciendo, la España de toda la vida y que interesa tener enfrentada, queda muy lejos de la que nos quieren contar los que hoy han hecho un negocio y un sustento de vida —en los ministerios, a lomos de leyes perversas que enfrentan, reescriben y destartalan la historia, se debe contar mucho dinero— del relato guerracivilista a medida.

Queda el pasaje del libro de Foxá —hay más— como una esperanza y una puerta abierta a conocer, con la vista limpia, una historia poco tocada en nuestros días. La de un pueblo, que para mosqueo de varios, es más hermano del que nos quieren vender. Contextualizar, visitar, merodear en los acontecimientos contemporáneos de nuestros abuelos, perseguir lo que realmente pasó, con la distancia y el respeto adecuados no es difícil, e incluso se hace gratificante. El que suscribe tiene una lista abundante y de lecturas pendientes. A veces solo hace falta abrir un libro viejo, ponerse a subrayar y salir a correr. Se llama hacer la memoria histórica.