Hay frases que nunca se olvidan, ya sea por su fuerza o por el momento en que nos sobrecogen: «¡Dios ha muerto!», imprecaba nuestro profesor de religión, encaramado sobre la silla cual Zaratustra desde las cimas del monte, mientras Don Rodri, sacerdote viejo y santo, se paseaba imperturbable, rosario en mano, por los jardines del colegio. Releo ahora aquella sentencia a la luz del destacable ensayo El sentido del cristianismo (La Esfera de los Libros), de Rafael Domingo Oslé, y parece constatarse que la profecía nietzscheana resuena más vigente que nunca: en 2020, por ejemplo, solo el 29% de los niños nacidos en España fueron bautizados.
Y sin embargo —porque el cristianismo, más que en las cifras, vive de los sinembargos—, si algo ha inspirado históricamente esta fe es la esperanza. Newman, próximo a ser declarado Doctor de la Iglesia, advertía de la corrupción que acompaña a la omnipotencia eclesial —cuando «el escepticismo se escondía bajo el disfraz de la fe»— y Ratzinger, tan presente en estas páginas, intuía una vocación de minoría para los católicos del siglo XXI. Pero en esa aparente debilidad se cifra también una fuerza: la de una tradición que, pese a sus sombras, ha modelado la conciencia moral de Occidente.
Domingo Oslé traza en su ensayo una admirable síntesis de esa huella espiritual y cultural, que va del perdón a la contemplación, de la tolerancia a la libertad, y hasta —paradójicamente— a la propia secularización. Un esfuerzo que podría parecer titánico y, en términos humanos, pírrico; pero que halla su sentido en la raíz misma del cristianismo: Cristo, Dios hecho hombre. Como recuerda el autor, «el cristianismo ofrece a la humanidad no un libro, ni una doctrina, ni una interpretación de la realidad, sino el encuentro con una persona histórica concreta, divina y humana a la vez: Jesús de Nazaret». He aquí la gran revolución: he aquí la raíz de la esperanza, he aquí el fundamento aún trascendental del cristianismo en el horizonte histórico.
El libro se inserta con audacia en una conversación que han cultivado pensadores tan dispares como Christopher Dawson, el recientemente fallecido MacIntyre, George Steiner o Tom Holland. Pero la aportación de Domingo Oslé se distingue por su mirada integradora y fresca: asume, primero, un marco común, digamos precristiano, para luego abordar la influencia del cristianismo y su dimensión trascendente. En una época de polarización y poscensura, ese gesto ya es una confesión de fe. De hecho, recuerdo haberle escuchado una vez que la mejor manera de entender el cristianismo es desde fuera. Esa apertura impregna todo el libro y recuerda a Chesterton en The Everlasting Man: «El objetivo de este libro, en otras palabras, es que la mejor cosa siguiente a estar realmente dentro de la cristiandad es estar realmente fuera de ella». Desde la periferia, parece decirnos, se comprende mejor el centro.
Intentar resumir aquí la riqueza de El sentido del cristianismo sería injusto. Pero cabe destacar su hilo de fondo: la convicción de que temas como la dignidad humana, la tolerancia, la libertad o la fe solo se entienden a la luz de la persona con modelo en Cristo. Así, por tomar algunos ejemplos, la dignidad cristiana —dice Domingo Oslé— es incondicional, y de ella nace un respeto igualmente incondicional; la tolerancia solo es auténtica si camina unida a la verdad, pues separada de ella se convierte en instrumento del poder; la libertad se funda en una secularización bien entendida, que reconozca la religión como un bien público que debe ser protegido. Y así un largo etcétera de luces que todavía pueden —y deben— inspirarnos, a católicos y no católicos, y que nos recuerdan, a pesar de los pesares, la suerte de haber nacido en nuestro tiempo.


