A finales de febrero se filtró un documento de la Corte Suprema de Justicia estadounidense. El texto menciona que la decisión de legalizar el aborto en los Estados Unidos fue errónea desde el principio, y que esta podría ser revocada. Tras conocerse esta filtración, Joe Biden, Hillary Clinton y los esposos Obama emitieron diferentes declaraciones en contra de la Corte Suprema y a favor del «derecho» a abortar. También instaron a que todos se unan a los activistas proaborto ―que, entre otras cosas, siembran caos frente a las iglesias católicas en varias ciudades de los Estados Unidos.

La demostración más clara fue cuando una activista feminista y proaborto gritaba «voy a matar a estos malditos bebés», mientras sostenía muñecos de bebés delante de los católicos que rezaban ante las puertas de la iglesia San Patricio en New York, vaya tolerancia que practican los progresistas.

Sin embargo, las protestas y declaraciones contra el posible fin del aborto legal no se limitaron a los Estados Unidos. Desde España la política comunista Irene Montero, por cierto, madre de tres hijos, dijo: «Es inconcebible la posible sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos prohibiendo el aborto». Incluso desde mi natal Bolivia varías agrupaciones feministas manifestaron su preocupación por este «retroceso».

¿Cuáles son las razones para que el Partido Demócrata de los Estados Unidos y las agrupaciones feministas tengan una obsesión con el aborto legal?

El 24 de abril de 1974, Henry Kissinger presentaba el Memorándum del Estudio de Seguridad Nacional número 200 (mejor conocido como Informe Kissinger). El documento fue declarado confidencial, pero años después se hizo público. En el documento, Kissinger exponía la preocupación por el crecimiento de la población en las naciones del tercer mundo, y como éstas podrían desplazar a los Estados Unidos de la escena geopolítica mundial. Por ende, era más que necesario promover programas de reducción de la natalidad. El espíritu del documento se puede resumir en una sola palabra: miedo.

No obstante, el miedo que expresó Kissinger, en el fondo, era una muestra de confianza en la capacidad de las naciones del tercer mundo para superar la pobreza. Él sabía que unos países con grandes poblaciones acabarían siendo importantes cuando superasen sus adversidades.

Pero Kissinger no fue el único que propuso una drástica reducción de la población de las naciones menos desarrolladas. Ya en 1968, Paul Ehrlich, en su libro, La bomba demográfica, mencionaba que, en los años 80, producto de la «sobrepoblación», la humanidad experimentaría hambrunas y un «invierno nuclear». Ergo, había que impulsar programas para reducir la población en los países pobres. Para eso había que crear organismos supranacionales que marquen la agenda del aborto y otras figuras contrarias a la reproducción de la especie.

Esa agenda agarró impulso después de las Conferencias de población de El Cairo en 1994 y de la Mujer en Pekín en 1995. Pues la ONU ―que ahora cumple el papel del organismo supranacional pensado por Ehrlich― ha impulsado políticas contrarias a la vida y la familia. Obviamente, para eso tuvo que construir todo un relato lleno de eufemismos para que las agrupaciones feministas ingresen a la opinión pública. Por ejemplo, al asesinato de niños en el vientre materno lo llamó «Derecho reproductivo de la mujer».

Note lo paradójico del asunto: los promotores del aborto, que se declaran enemigos de cualquier forma de imposición y colonialismo, son simples empleados de las burocracias transnacionales, que buscan borrar las fronteras y acabar con la libertad de todos los países.

El feminismo no libera a la mujer. Al contrario, la somete a la peor de las esclavitudes. El feminismo es solamente dolor, sangre y muerte.