Al viajero y al turista se los distingue a la legua. El primero se adentra en los lugares y los vive. Lleva un ritmo humano. Se puede sentar en una plaza y contemplar lo que pasa. Encuentra un placer sencillo en la quietud con la que mira. Sin demasiadas emociones, admira cómo reverberan las cosas del mundo: una pareja que pasea, una escuadra de golondrinas, un olor que tal vez sea lavanda.
El turista, en cambio, no puede participar de ese espectáculo callado y lento. Su velocidad es mayor. Tiene que consumir con urgencia, y gasta dinero con alevosía, como si cada moneda le pudiera asegurar la huida de una realidad cotidiana que, en el fondo, aborrece.
Mientras que el viajero vive en el kairós, en la creencia de que hay un tiempo oportuno para los acontecimientos —y, así, puede que un día, en mitad de su ruta, se encuentre con una persona que ilumine su vida, o con una ráfaga inesperada de belleza que lo remueva por dentro—, el turista, que es menos libre, consume el kronos, ese tiempo medido por los relojes, rabiosamente matemático, jodidamente exacto. Su vuelo sale a las 13.45. La excursión programada comenzará a las 16.00. El turista no puede demorarse. No le interesa la luz de la tarde en las vidrieras que acaba de fotografiar. Tiene que pensar en lo siguiente, que ya apremia. Tiene tanto que hacer, que hasta de descansar se olvida.
Pienso en esto al presenciar el ajetreo de la gente durante el mes de agosto. Sin duda es buenísimo viajar y conocer otros lugares. El nacionalismo se cura viajando, y todo viaje amplía el horizonte. A condición, claro está, de que se trate verdaderamente de un viaje. Porque viajar no tiene nada que ver con esa especie de nuevo deporte olímpico que llamamos «hacer turismo». Es más bien su contrario. No consiste en trasladarse —cosa que el turista hace con una facilidad pasmosa—, sino en recorrer un nuevo camino al tiempo que, por dentro, se permanece.
Resulta paradójico: el viajero se va y a la vez se queda. Se desplaza para conocer rostros nuevos, sitios distintos, costumbres diversas; y, en ese sentido, se va. Pero, para que eso no quede en un mero fluir (algo efímero y líquido), el viajero tendrá que remansar todo en su interior y darle profundidad.
Así pues, el viajero tiene hondura, «una flexión de la capacidad de sentir que da lugar a una amplitud que va, figuradamente, de la piel al corazón» (Esquirol). El que viaja no discurre sin más. Lo que ve y siente, lo hace propio, traspasa su epidermis. El viajero aprovecha la circunstancia excepcional del viaje para comprender más el mundo y conocer mejor su mundo. Dicho de otro modo: puede mirar al mundo porque ya tiene mundo. Y por eso la única foto que le importa se dispara en su interior, cuando una luz inesperada disipa las sombras que aún retenían los pliegues del alma.