Se acerca la Navidad y, con ella (o más exactamente, con Él) se vienen días de alegría y de familia, de regalos y canciones, de deliciosas comidas y largas sobremesas, de licores que enrojecen las mejillas y estimulan las sonrisas. El nacimiento de Jesús ocurre en una época del año en la que las chimeneas de los hogares vuelven a encenderse y, en las casas de los más afortunados, ese fuego se hace el centro del encuentro, recordando quizás a aquél otro fuego al que Moisés se acercaba quitándose las sandalias.

Es precisamente del «fuego» de donde viene la palabra «hogar». Pues hogar proviene de «fogar», que viene del latín «focus» y que significa «fuego». Quizás por eso cuando pronunciamos «hogar» aparece casi sin quererlo una sensación de calidez que no nace con tanta facilidad cuando hablamos de «casa», de «piso» o de «apartamento». El hogar es algo más que el edificio que alberga a una familia. En palabras de Rafael Alvira, el hogar es el lugar al que se vuelve. Uno sabe que tiene un hogar cuando tiene un lugar al que volver, un lugar en el que se lamenta su ausencia y se celebra su regreso.

«¿Quieres saber si el lugar donde habitas es verdaderamente tu hogar? ―me cuestionaba hace unos días un buen profesor― No vayas hoy a dormir a casa y pregúntate si hay alguien que se inquieta verdaderamente por tu ausencia». Cuántas personas descubrirán espantadas que la emancipación prometida es tan fría como vacía es la mentalidad que la promueve.

Así, en una época como la nuestra en la que muchos jóvenes se marchan de casa para vivir, en el menos desolador de los casos, en pisos compartidos ―que no pisos de estudiantes―, el reencuentro navideño seguramente venga acompañado de una alegría mucho mayor que hace unos años. Antes, cuando casarse a los veintipocos era todavía algo normal, la gente solía dejar la casa de sus padres para comenzar a construir su propio hogar. En esos tiempos, la alegría de estas fechas sería mucha, por supuesto que sí, pues la encarnación de Dios siempre viene acompañada de asombro y de gozo. Sin embargo, a la alegría propia de la Navidad ahora le acompaña la alegría doble de quien vuelve a sentirse en casa, de quien, después de experimentar la punzante indiferencia de los co-livings, vuelve a escuchar el «dónde has estado» o «a qué hora vuelves» y se contenta secretamente en esos melódicos reproches.