«¿Y esas zapatillas? Todo el mundo va con zapatos». «Anda, que te podías haber afeitado…». Estas frases de mi padre resuenan en mi cabeza mientras limpio un par de zapatos negros; son de cordones, pero tienen la suela de goma porque hoy el cielo se ha levantado lloroso. Me afeito a conciencia. De reojo, miro el reloj, uno que le gustaba tanto que prefirió que lo tuviera uno de sus hijos. Me pongo unos gemelos que también eran suyos. Me anudo una corbata negra de Hermès; otro regalo. El día va a ser largo.

En la sala 1 de San Isidro —que pronto se quedará pequeña— ya pone el nombre: FERNANDO JAIME PINEDO NORIEGA. «¡Papá!», grito para mis adentros. ¡Mi padre! Parece mentira. Llegué a creer que era inmortal. Quise creerlo aunque la muerte fuese una hipótesis que rebatir cada día. Tras una prórroga maravillosa de 18 años, esta despedida es definitiva. O, más bien, es un hasta luego; él tenía la certeza.

Ya está arriba, en el Cielo —con Fernandito, con María Luisa y Desiderio, con Carlos y Margarita, con Tolo y con tantos que lo precedieron—, velando por nosotros. Vela por su mujer, Blanca, su infatigable y generosa compañera de batallas durante 45 años y mi madre, ahora forzada a empezar una segunda vida después de la que, sin escamotear dificultades, construyeron juntos. Vela por sus hijos, por mis hermanos, Fernando, Blanca y Carlos, y también por mí, como lo ha hecho siempre. Vela por sus hijos políticos y por sus nietos, Blanca, Bosco y Valentina. Vela por sus hermanos, hermanos políticos y sobrinos. Vela por sus amigos. Vela, a buen seguro, por los cientos —o miles— de personas por las que ya se preocupó en vida.

Pierdo la cuenta de cuántas se acercan al tanatorio. Hay rostros conocidos y queridos, muy queridos, pero también desconocidos. Lloran. Nos consuelan. Se abrazan y nos abrazan. Rezan. Dan gracias. También ríen. Honran a Fernando Pinedo porque «el recuerdo es una de las más bellas, también de las más aguerridas, formas de alabanza» y «nuestro motín contra la opresión del tiempo», como escribía Julio Llorente hace poco. Mientras, siguen llegando coronas y coronas de flores.

—Gracias a él no tengo la cara desfigurada. Me buscó al mejor médico y estuvo pendiente de la operación —nos cuenta el hijo de unos amigos.

—No podía dejar de venir a dar un abrazo y las gracias por lo bien que se portó conmigo y mi familia —detalla emocionado un manitas que ha llegado desde nuestra queridísima Palma vía Barcelona.

—Lo conocí hace solo seis meses, pero nadie me había tratado así antes.

Mi padre fue —ay, cómo cuesta usar el pretérito perfecto simple— único. Quizá suene a lugar común porque todos los hijos —o la inmensa mayoría— dicen eso mismo de sus padres, pero el mío marcó a muchas, muchísimas, personas. Aunque no celebrara su propio cumpleaños como los de otros, el pasado 22 de julio cumplió 72 años. Habría vivido muchos más años si se hubiera cuidado mejor, pero, los que vivió, los gastó por los demás.

Nació en 1952 en Cangas de Onís, muy cerca de la Virgen de Covadonga, aunque siempre estuvo en Madrid. Pronto empezó a correr más que a andar y quemó etapas a toda velocidad. Hizo la primera comunión con apenas seis años, como atestigua una medalla que ahora luce orgulloso mi hermano Carlos. Perdió a su padre sin haber cumplido los doce años y, desde pequeño, ayudó a su madre y a sus diez hermanos.

Empezó a trabajar muy joven y tuvo una carrera fulgurante en banca, tan fulgurante que llegó a ser subdirector general de un banco sin haber alcanzado la treintena. Luego se lanzó por su cuenta como consultor de urbanismo. Se ganó el respeto y el cariño de todos: del último de los técnicos del ayuntamiento del pueblo más recóndito al cargo de mayor relumbrón. No paró jamás, hasta el punto de que, en el último año, cada tres semanas, montaba su despacho en la Fundación Jiménez Díaz. Entre botes de quimioterapia y sueros, con grandes médicos y sanitarios —y mi madre y mi hermana— pendientes de él. Su teléfono no paraba de sonar. Es raro que ya no suene más.

En casa tenía peor genio que fuera, pero nos enseñó valores como la generosidad, la lealtad o el esfuerzo. Más en las obras que en las palabras. Él y nuestra madre nos legaron la mejor educación; nos perdonaron mil errores; nos aceptaron con nuestras diferencias, y nos dieron todas las oportunidades. A su manera, los dos nos han mostrado —hasta el mismo lunes— que el amor no es esa cursilada de las típicas películas navideñas de los domingos, sino la entrega de la vida sin rehuir sacrificios ni tirar la toalla a las primeras de cambio.

En su día a día estuvo, además, muy presente Dios y así nos lo transmitieron. El domingo, en el último paseo de mi padre, bajamos juntos a Misa; se proclamó el Evangelio de las bodas de Caná. Por la tarde, ya en casa, recibió la unción de los enfermos. Todavía tuvo fuerzas para pedir que diéramos una botella de Vega Sicilia a don José María.

—Ha guardado el vino bueno hasta ahora —bromeé con el párroco, con quien mi padre había trabado amistad.

Aunque, bien pensado, no guardó ni vino ni nada para sí. Ahora, todavía entre lágrimas, brindamos por su vida. Hasta luego, papá.

* Fernando Jaime Pinedo y de Noriega murió en Madrid el 20 de enero de 2025.
Fernando Pinedo junto a Blanca, su mujer, en un viaje a Estonia en 2023.