El comandante Trudeau, del mismo modo que Fidel en 1959, se dirigió a la nación con la prepotencia del que se cree invencible, para imponer su voluntad sobre aquellos que osaron desobedecerle. Para nuestra desgracia, en su comparecencia no encontramos ni un atisbo de la dimisión que esperábamos como agua de mayo. Todo lo contrario. El segundo Justin más famoso de Canadá impone la Ley de Emergencia sobre sus ciudadanos y trata como terroristas a aquellos que, al igual que Gandhi, intentan de manera pacífica acabar con el estado de terror forzado por las élites. Hay una guerra y la tierra es el campo de batalla. A un lado, un comunismo maquillado. La cara más sombría y tenebrosa de un gobierno autoritario, desconectado de la sociedad y socio de preferencia de nuevas dictaduras globalistas. Al otro lado, el pueblo.
Después de dos largos años de partido, el agotamiento empieza a hacer mella hasta en las piernas de los que están más en forma y muchos han optado por enfrentarse al árbitro y exigirle que deje de añadir tiempo extra. A pesar de lo que pueda parecer, no somos limones que se puedan exprimir hasta quedarse secos y nos hemos dado cuenta de que cada vez tenemos menos libertades, que las vacunas son un experimento, que la pandemia, más que pandemia, es un reajuste y que la única manera de ponerle fin a este disparate es luchando. Porque lo que ha movido a Trudeau y demás lideresas ha sido el sometimiento de la población. Cada paso que dan va en la misma dirección: hacer cumplir la Agenda 2030. No se salen del camino ni un milímetro. Son como un bulldozer y nosotros piedrecitas. No van rápido, pero arramplan con todo y, como pasa en cualquier trabajo, el que llega primero, gana y se lleva el plus por objetivos. Y en esas está el primo hermano de Sánchez, que por querer llegar a la meta demasiado pronto, se ha pasado de frenada. Probablemente la genética le ha jugado una mala pasada y ha intentado imponer en Canadá, como si de Cuba se tratase, una señora dictadura.
Sabemos que hay pueblos que históricamente son más sumisos que otros y que lo que funciona en Corea del Norte o en China, no tiene por qué funcionar en España o Canadá. Reprimir, amenazar, coaccionar o asesinar le puede salir fenomenal a Kim Jong-un, pero cuando el pueblo ha probado las mieles de la libertad, necesitas sacar muchos soldados a las calles para conseguir someterlo. No es difícil encontrar en los libros de historia las veces que un gerifalte se ha salido con la suya por pisotear al pueblo, pero lo que jamás ha funcionado ha sido tratar de curar protestas pacíficas con represión. Cuando el pequeño dictador canadiense impuso el green pass, consiguió ponerse en contra ya no sólo a los antiexperimento COVID, sino a todos los que se oponían a las restricciones. Fue entonces cuando unos valientes camioneros se levantaron y consiguieron ponerle contra las cuerdas. Pero ahora, con las nuevas medidas, tiene enfrente a prácticamente medio planeta, que no entiende que puedas llegar a chupar cárcel por no inocularte un pseudo medicamento. Ha apretado tanto las tuercas de la maquinaria, que se han partido los engranajes y ha olvidado que el ser humano nace libre, que socavar su integridad no es tan sencillo como hacer un huevo frito y que toda acción tiene una reacción igual y opuesta.
Ahora el presidente de Canadá se defiende como gato panza arriba y, si fuese preciso, no dudará en sacar la Estrella de la Muerte para acabar con la rebelión. Pero la fuerza nos acompaña. Los camioneros han empezado la revolución, el pueblo les ha secundado y no nos vamos a rendir. Quizá no es consciente de que se le está yendo de las manos y que, a este paso, los que acabarán con grilletes serán él y sus camaradas del Foro de Davos.