¿Soy una conspiranoica? ¿Veo conexiones allá donde no hay ni enchufes ni cables? ¿Me creo a pies juntillas todo lo que me llega a través de Whatsapp, Telegram o Twitter? ¿Soy una antivacunas? ¿Soy una facha? ¿De verdad soy tan peligrosa por no vacunarme que mi egoísmo va a traer consigo el desastre económico, social y sanitario que hará que el mundo deje de existir? Supongo que a cada una de las preguntas le corresponde una respuesta más o menos extensa, aunque si me esfuerzo mucho e intento resumirlo, creo que las podría responder todas con un «no» rotundo.

La verdad es que los que históricamente siempre han mandado en el mundo, se lo han ido montando muy, pero que muy bien. Como por arte de magia, unos cuantos nobles y burgueses pasaron de manos el poder que ostentaban los reyes, se lo repartieron como si de un pastel se tratase y nos lo vendieron como libertad, igualdad, poder del pueblo y esas cosas «chulísimas». Valientes ignorantes. Quién nos diría que en el momento de la historia en que vivimos, cuando supuestamente toda la información está al alcance de nuestras manos, unos pocos bandoleros iban a conseguir colársela a prácticamente todo el planeta. Para ser sinceros, tengo que admitir que tiene un mérito digno de mención y de verdad que es para quitarse el sombrero. Han llegado tan lejos que ya no se esfuerzan ni en ocultarse. Implantan sus ideas de la noche a la mañana y la gente se lo bebe como si fuese Coca-Cola. A ver, espero que no se me malinterprete, no vayan a pensar que me estoy montando películas y que me creo eso de que unos pocos personajillos como Soros o Bill Gates, con mucho poder y mucho dinero, han redactado una agenda que especifica cada paso que deberán cumplir todos los países y sus ciudadanos de aquí a 2030. No, señores, no querría yo que me confundieran con una loca magufa de esas… Dios me libre.

He de reconocer que mi estado de ánimo va por días y varía casi tanto como el tiempo en Galicia. Lo mismo estoy de bajón al ver que detrás de la Ómicron viene la Pikachu o que tras la cuarta dosis vendrán la quinta y la sexta; que lo mismo me encuentro en un estado de euforia incontenible cuando creo que el fin de esta pantomima está cerca al ver a cientos de miles de camioneros en Canadá luchando por la libertad, mientras el cobarde de su presidente se esconde bajo las faldas de su mamá. Sí, esa mamá que fue íntima de Fidel Castro. ¿Podría Canadá ser el principio del fin de todo este tinglado? Ojalá. No sé si al resto le pasará, pero en mi día a día estoy notando un cambio. Tengo la impresión de que mucha gente, incluso los verdaderos creyentes de la religión del COVID, está empezando a plantearse ciertas cuestiones y no son pocos los que dudan en ponerse la siguiente dosis de la mal llamada vacuna. Supongo que algún experto lo denominará «relajación asintomática» y nos dirá que nos apretemos los machos para la que viene. Quizá es un espejismo o se debe a las tres tazas de café con napalm que me tomo por las mañanas, pero no sé, a mí me parece que vienen aires de cambio. Hasta los medios del régimen están reculando e incluso el fanático Risto Mejide ha pasado de injuriar a los «negacionistas» a insultar a los que el guionista de telebasura ha bautizado como «afirmacionistas». Que no son otros que aquellos a los que él y sus esbirros metieron el miedo en el cuerpo y viven con pánico a no poder mantener el distanciamiento social y desinfectan los zapatos cuando vuelven de la compra.

¿Será este movimiento que emerge en contra de las restricciones un error de cálculo de los del Foro de Davos? ¿Podría ser que debido a las ansias de poder hayan malgastado la bala de la pandemia para controlar el mundo? Posiblemente no y esto es sólo un paso más para conseguir su objetivo. Ya han visto cómo reaccionamos ante una gripe y dentro de poco implantarán en occidente, sin mucha oposición, sistemas de control como el crédito social que funciona en China a las mil maravillas y que antes de todo esto, aquí parecían muy lejanos.

Todas estas cuestiones se irán resolviendo mientras vemos brotar los efectos a medio y largo plazo de esos experimentos farmacéuticos que hemos pagado todos los ciudadanos sin preguntar el precio. No sé, puede que todo lo que cuento esté en mi cabeza, que nada ha cambiado ni cambiará y que, de hecho, si no nos rebelamos, será mucho peor. Que mientras unos juegan al Monopoly con nuestras vidas, el resto seguiremos obedeciendo lo que las cartas y los dados dicten.