Hay algo muy tierno en ser un gruñón de verdad, en serio lo digo. Ser un gruñón de verdad no tiene nada que ver con ser desagradable. No es, ni mucho menos, ser hiriente, ni maleducado, ni irritante, ni malo, ni nada de eso. Ser un gruñón de verdad es ser un refunfuñón y cascarrabias que oculta y encubre a un bonachón dentro, que camufla a un tipo mimoso e intenta disfrazar al buenazo que tiene un corazón que no le cabe en el pecho. Quien lo es, gruñón, digo, lo sabe. No hay engaño. Y quienes le quieren bien, también saben. Tampoco aquí hay engaño. Lo que pasa es que lo gracioso y bonito es hacer un poco la broma, el juego y, además, ser gruñón da mucha tranquilidad. Porque, como dijo uno de los más entrañables del gremio, Fernando Fernán Gómez, «he cultivado mucho este mal carácter para que no me dieran la lata. Porque a mí me gusta muchas veces estar tranquilo, estar solo, y si viene un señor y me habla una vez y otra y otra, aunque sea halagándome, pues acaba jodiéndome. Entonces he procurado que se me note, para que digan “ese señor es muy antipático, mucho cuidado con él”». Y uno, de vez en cuando, quiere tranquilidad, qué razón tenía.
Siempre digo eso del cine y la vida, valga la redundancia. Porque en el fondo van un poco de lo mismo. Yo ya no sé hasta qué punto uno imita al otro, pero eso es otro tema. La cosa es que el cine, la ficción en general, se ha encargado de mostrarnos una gran cantidad de tipos cascarrabias a los que, lejos de sentirnos distanciados y cogerles manía —aunque un poco sí—, les hemos tomado cariño. Les hemos empezado a querer. En un rápido repaso pueden aparecer unos cuantos. Así, a vuelapluma, pues no quiero ser yo quien haga una lista intensiva de ellos, porque quiero ponerme a hacer otras cosas, se me vienen a la cabeza los siguientes: Carl Friedriksen, que es el señorín de Up, por si no conocían su nombre. Poco puedo decirles yo que no sepan ya. Arquímides, ese búho sabio, parlanchín y sensitivo —«¿Sensitivo yo?»— de Merlín el Encantador, que se parte de risa con el aterrizaje de emergencia que tiene que hacer esa máquina del futuro voladora que el mago le enseña a su pupilo Arturo. El capitán Haddock de Tintín del que tantas veces antes he hablado. «Mil millones de mil naufragios». Bestia. El Ebenezer Scrooge de Michael Caine, George C. Scott o Jim Carrey. El pato Donald. Shrek. Ira de Inside Out. Lobezno. Calamardo. El Grinch. Spencer Tracy. Humphrey Bogart. Charles Laughton. Charlton Heston. John Wayne hizo unas cuantas veces de refunfuñón, y en Río Bravo lo juntaron con Walter Brennan que no se quedaba atrás, ni mucho menos. Clint Eastwood. Luis Escobar como el marqués de Leguineche. Sean Connery como el padre de Indiana Jones. Albert Finney casi siempre. Richard Harris. ¿Los ingleses son bastante gruñones?
De todos ellos creo que me quedaría con tres. El primero es Henry Fonda en En el estanque dorado. Ya les insistí en su día en la idea de verla. Pero en este homenaje a la tercera edad, Katharine Hepburn, que hace de su mujer, en un momento de lo más íntimo y tierno le dice eso de «Eres el hombre más maravilloso del mundo, pero sólo lo sé yo». Y uno piensa que claro que sólo ella lo sabe, eso sólo lo puede saber ella. Él se esfuerza en ganar el premio a gruñón del siglo y alejar a todo el mundo, pero ella le quiere más que a nadie, le conoce, a ella no la consigue engañar, ella no se deja engañar por esa armadura que se pone el viejo Fonda. Ella quiere estar cerca del hombre tierno que hay en el fondo y sabe ver lo que de verdad hay. Es lo que hay. El segundo es el viejo Alfredo en Cinema Paradiso que no consigue engañar a Totó con sus gruñidos. Pero de eso también he hablado antes. El tercero es Walter Matthau. Y yo quiero mucho a Walter Matthau porque es el refunfuñón más tierno que se haya grabado en el cine. Película tras película quieres que sea tu mejor amigo, tu vecino, tu abuelo, el director de tu periódico, el picapleitos que lleva tu demanda de reclamación multimillonaria al seguro, tu prometido, tu dentista o el malo de tu historia. La extraña pareja, La extraña pareja otra vez, Piratas, Dos viejos gruñones, Flor de cactus, Primera Plana, En bandeja de plata, Corazón verde, Charada. Es el mejor. Dos viejos gruñones, con Jack Lemmon, hasta da para el nombre de un podcast. Me lo apunto.
Pero probablemente el cascarrabias por antonomasia sea Gruñón, el enanito. Y Gruñón, el enanito, representa a la perfección en muchas de las escenas de Blancanieves lo que casi todos los gruñones del mundo son. Hace unos días me volvía a ver el gran clásico de Disney, en el doblaje original, no en el castellano que ahora le han puesto en la plataforma Plus de la multinacional y me descubrí en él entrañable personaje. Hay dos momentos que me dejaron con esa clase de sonrisa cuando te reconoces en otra persona, cuando te das cuenta de que sí, de que alguien es como tú. Cuando te das cuenta de que eso también lo haces tú. Y no te queda más remedio que reírte porque es realmente tierno. El primero de esos momentos es la escena en la que Blancanieves les prepara un buen puchero gallego. Ella les manda a lavarse las manos y la cara, amigos, a él aquello no le convence. «Aquí hay gato encerrado». La cosa es que los seis compañeros terminan dejándolo limpio como los chorros del oro y, al final, con todo el cuento que le echó —y nunca mejor dicho— él está encantado. Claro que no lo aceptará.
La segunda de esas escenas es aún mejor. Me refiero a esa en la que los enanitos, dejando a Blancanieves en casa, se marchan a trabajar al ritmo de ay ho, ay ho, la hora ya llegó. Uno a uno van descubriéndose la cabeza para que ella, la princesa del cuento, les de un beso en la frente. Tímido se sonroja, Mocoso esturnuda, Mudito quiere repetir el beso, pero Gruñón, «pamplinas», bueno, Gruñón se mira en un espejo y se limpia la frente, sin que le vean, para luego caminar hacia la puerta donde recibe su beso entre refunfuños. Después, él continúa caminando mientras farfulla y cuando piensa que no le ven se detiene y suelta ese suspiro que lo es todo. Entonces se da cuenta de que ella le mira y despide desde la distancia, ahí vuelve a hacerse el duro, a gruñir, a disfrazarse. «Bah», suelta, y continua. Gruñón es, entonces, un poco todos cuando pensamos que no nos ven: nosotros mismos sin disfrazar. El resto del tiempo es un gruñón de verdad.