Me sobresaltaron los gritos y las formas de un grupo de trabajadores. Eran tres, el equipo A de los jardineros de pelotazo urbanístico playero, la patrulla canina de las zonas verdes. Llevaba la voz cantante una especie de Rod Stewart con gafas de sol, mechas californianas, jeans desgastados y pitillo apagado en la boca. De sus acólitos recuerdo poco, tan solo al gigante de los Goonies que se escaqueaba todo lo que podía. El otro debía de ser un tipo corriente, quizá algo mayor para el esfuerzo físico que realizaban. Una vez arrancada de mi tarea de mirar a las musarañas y sin tratar de apartar el tenue sol del atardecer de la piel, me dediqué a observarles. Tres pavos con motosierras dejando aquello como un Versalles del Levante, profiriendo blasfemias y echando meaditas en los bancales mientras yo les maldecía internamente. ¡Dejad que los pinos crezcan como quieran, los estáis amariconando con esa poda infame y cursi! ¡Ni se os ocurra meterle mano a la glicinia! ¡Nada de palabrotas ni chistes de camioneros delante del galán de noche!

Acabo de pasar unos días de descanso en el Mediterráneo. Una no sabe que los necesita hasta que se da cuenta de que preocuparse por los nudos del viento y del oleaje embravecido, alimentarse del aroma del jazminero hacia la tarde y contemplar el ocaso sobre el horizonte, también es una manera de honrar a Dios.

Las tribulaciones mundanas, que las ha habido, tenían otros protagonistas diferentes a los de la cotidianidad. Los primeros días, y tras el episodio de los jardineros, me preguntaba por qué la ecología ha sido mancillada por la izquierda. Desde Delibes a Jiménez Lozano, desde los poetas bucólicos ingleses —o Eliot, que era reaccionario—, hasta mi madre anegando mis macetas durante mi ausencia, la naturaleza suscita en el hombre hermanamiento  —con ella, no con los progres—, en ningún caso ideología.

En fin, en esas me hallaba —sensiblera, romántica y hermanada— cuando ocurrió el Gaviota Gate. Es cierto que de un tiempo a esta parte las gaviotas se han convertido en molestas vecinas. Madrugan de manera inaceptable, trasnochan como zoomers en el primer día de apertura del ocio nocturno, su graznido es desquiciante y, vistas de cerca, tienen cara de hijas de mala madre. El color rojizo que mancha su pico anaranjado y recuerda a la sangre de sus presas no contribuye a limpiar su imagen. En pleno vuelo, con las alas extendidas, apabullan por su envergadura. Ícaros posmodernos,  personajes teatrales.

El caso es que detrás de mi casa hay una calle, una farola y una gaviota de guardia. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Sólo abandona el puesto de vigilancia para atacar a los viandantes, especialmente si pasean perros. Desde el mío —mi puesto de vigilancia— he podido contemplar a ancianos defenderse de ellas a bastonazos, guiris desconcertados y madres con carritos de bebés huyendo despavoridas. Yo, poseída por un espíritu a medio camino entre Félix Rodríguez de la Fuente (no sé si tengo lectores milenials y la referencia les deja con cara de haba, pero imaginaos a un Frank de la Jungla setentero, con clase) y concejala de urbanismo podemita, me preguntaba si la primera línea de playa no sería de ellas, más que nuestra.

El quilombo de las gaviotas fue a más; los vecinos usaban aparatos de ultrasonidos, búhos de escayola o rituales esotéricos para alejarlas y cada día la policía local recibía varias llamadas al respecto. Excusaban intervenir con la cantinela de que «ahora con los ecologistas no podemos hacer nada».

El desenlace les sorprenderá. La gaviota actuaba así porque debajo de la farola, entre los arbustos, tenía huevos y luego crías. Por ellos pasará meses en la misma posición y se lanzará en picado contra quien merodee el lugar, sin importar que la amenaza no sea real. Mientras, el macho, sorpresa, proveerá el condumio.

Cuando en 1989, Fraga, en calidad de presidente de Alianza Popular refundó el partido, eligió el diseño de un joven Martínez Vidal para el logo del PP. «Quiero la gaviota», sentenció ante las propuestas de varias agencias de publicidad. Su creador defiende que se trata de un charrán y que pensó en él intentando plasmar una idea de libertad que se opusiera al puño cerrado del PSOE. En efecto, la gaviota es un ave carroñera que no alcanza gran altura y que puede alimentarse de basura. No parece el bicho idóneo para el escudo de armas de nadie. Sin embargo, puede que parte de los votantes del Partido Popular pasen por alto las connotaciones iconográficas y lo identifiquen más con una canción de Perales.

Volviendo a mi vecindario acosado por las aves —y los jardineros—, la corporación municipal resolvió, finalmente, enviar a algunos operarios a solucionar el ataque de la gaviota. Metieron a las crías en cajas y se las llevaron. Imagino que a algún lugar de recuperación de aves, pero los graznidos de la gaviota ahora son saetas en la Madrugá de Sevilla. Sigue ocupando su puesto, pero ya no tiene nada que defender. Sigue volando bajo, pero ya no hay crías que alimentar.

Ahora que les tengo posicionados de parte de la gaviota, les diré que, durante esos días, Europa dio el visto bueno al Proyecto Matic que propone que el aborto sea un derecho humano y, en su artículo 37, insta a considerar la objeción de conciencia de los médicos como una violación de los derechos de la mujer.

En la obra de teatro La gaviota, de Chèjov, Medvedenko pregunta a Masha por qué va siempre vestida de negro. Ella le responde: «Voy de luto por mi vida, soy muy desgraciada». No consigo quitarme de la cabeza el graznido agónico de un ave carroñera tras ser despojada de sus crías. Cuántas mujeres habrán de llevar luto, una vez despojadas de sus hijos, por sus propias vidas.