Decía Camilo José Cela que «hay que tener amor a las cosas». Lo decía mientras enseñaba en televisión la libreta de notas que inspiró Viaje a la Alcarria, perfectamente encuadernada junto con el manuscrito original, en el que había ido guardando flores que se encontraba en el camino entre sus páginas. Esto lo enseñaba en lo de Joaquín Soler Serrano, del que tantas veces he hablado, véanlo. Miguel Milá escribiría muchos años después que hay que tener «sentido del humor y sentido del amor». Y yo creo que, precisamente, la vida hay que vivirla prestando mucha atención a esos dos sentidos especialmente.

Del primero de esos sentidos ya tal, quiero decir, que ya les hablaré. Es el segundo el que más me interesa hoy porque, pienso, es el amor a las cosas lo que te lleva a rebuscar por los mercadillos aquellos tebeos que leías cuando eras un niño. Que te invita a volver a los Tintín de lomo rojo que hay en casa de tu abuela o a buscar, incansablemente, los Asterix de Grijalbo/Dargaud que tenían en la contraportada todas las portadas de la colección, porque tú quieres esos y no otros editados por Salvat o por el Círculo de Lectores. El amor a las cosas es lo que te anima a llenar los huecos de tu estantería con las aventuras de Poirot, editadas por la Editorial Molino en esos volúmenes de portadas sesenteras, que tantas veces viste a tu madre leer durante los eternos veranos en la playa, ya hablé de ello, siempre es lo mismo. Y el amor a las cosas es lo que te hace escuchar a un viejo amigo hablando sobre cómo los domingos eran felices porque iban al quiosco a comprar El Coyote y emocionarte cuando te regala alguno de aquellos episodios de José Mallorquí que él mismo —tu amigo, quiero decir— compró cuando era niño.

El amor a las cosas es lo que te lleva a escribir la fecha en las páginas de un libro para que, muchos años después, puedas recordar y volver a aquel Día de Reyes del mil novecientos y ochenta y diez o del dos mil no sé cuánto, y lo bueno que estaba el roscón. El amor a las cosas es lo que te lleva a recuperar aquel Seiko Digital que tu padre se compró con su primer sueldo y pagar con tu primera nómina su reparación, para regalárselo y verle feliz llevándolo, de nuevo, en su muñeca y, si te sobran algunos cuartos, comprarte tú también uno de la misma marca para iniciar una especie de costumbre familiar y poder contarles a tus hijos cómo su abuelo y su padre con su primer sueldo se compraron sendos relojes Seiko. El amor a las cosas es lo que te invita a conseguirle un compañero Woody a aquel Buzz Lightyear polvoriento con el que tanto habías jugado cuando eras niño y que ahora decora tu habitación inmóvil, cual estatua.

El amor a las cosas es lo que te hace sentarte una tarde de sábado, de mes en mes, delante de todo tu calzado y limpiarlo, y encerarlo, y abrillantarlo, y avivarlo para prolongar su vida y seguir juntos por muchos caminos, o engrasar tu Barbour cada puente de la Inmaculada Concepción y que esté en perfecto estado de revista para pasar el invierno. El amor a las cosas es, en muchas ocasiones, escoger el camino más largo para llegar al mismo lugar que podrías haber llegado mediante un atajo. Me refiero a elegir no pedir por internet los libros que te faltan para completar las historias del Padre Brown, de la Colección Reno, o las aventuras de Sherlock Holmes, de Molino, porque prefieres ir encontrándolas en las librerías de viejo. El amor a las cosas es lo que lleva a mi hermana a sacar sus Barbie cuando volvemos a casa por Navidad, a peinarlas y ordenarles los zapatos y los vestidos. Y ese amor es el mismo que a mí me lleva a jugar con el fuerte de los Playmobil, recreando un ataque apache —ya saben que «si los ha visto, es que no eran apaches»—, y recordar cómo me identificaba e identifico con aquel general del bigote prusiano blanco, cuya arma era una carabina larga que le había regalado, imaginaba, un viejo jefe indio.

El amor a las cosas es lo que te obliga a pujar por aquel cartel de Charada que estuvo colgado en la entrada de un cine de San Sebastián en la fecha de su estreno, y que, aunque esté roto por donde se dobló, lo cuelgues en el salón de tu casa, y sentarte a mirarlo y que aquel eslogan —«Si se siente romántico, si quiere sobresaltos, si quiere reírse vea Charada en Technicolor»— te lleve a pensar que sí, que tú te sientes romántico, que quieres sobresaltos y que quieres reírte y, entonces, cojas y te pongas Charada en Filmin. El amor a las cosas es, en fin, lo que te mueve a tomarte las mañanas de domingo para ir a El Rastro, domingo tras domingo, con tu madre, con ella, con tus amigos, solo, llueva o nieve a buscar, como Owen Wilson en Midnight in Paris, libros, vinilos, viejas vajillas, carteles, sillas, chaquetas, abrecartas o plumas.

El amor a las cosas es que no dé igual ocho que ochenta y utilizar colonia S3 o Heno de Pravia o Lavanda Inglesa porque es el olor que tenía tu casa o tu padre o tu abuelo y sentirte que eres un poco ellos, porque quieres parecerte a ellos, desde luego, o recordar aquellos días en los que eras un niño. El amor a las cosas es cuidar tu letra, aunque la tengas mala, y reparan los desperfectos de cualquier cosa con un poco de polvo de oro, como hacen los japoneses. Porque, aunque esto del amor a las cosas parezca ahora un poco, como diría Woody Allen, síndrome de la edad de oro o una cosa sentimental, melancólica, nostálgica, angustia existencial, que diría, en este caso, Paco Umbral, yo repetiré una y otra vez que sí, que hay que tener amor a las cosas. ¿A las personas? A algunas y mucho, pero sobre todo a las cosas. Y que nadie diga lo contrario.