Todos, de vez en cuando, buceamos en los recuerdos de nuestra infancia. Y qué bien poder hacerlo, todo sea dicho. Pensamos en los libros, en los autores, en los personajes que nos han marcado, con los que hemos crecido, con los que, en fin, hemos compartido tantas y tantas aventuras. Puede que algunos nos hayamos hecho mayores leyendo ediciones de Alfaguara con lomos naranja que nos contaban historias escritas por Roald Dahl e ilustradas por Quentin Blake, y que heredábamos de nuestras hermanas. O que nos presentaban a Momo, creada por Michael Ende, o que nos sumergían en su Historia Interminable. Puede que lo nuestro fuese desear todas las noches tener un amigo como Rudiger, El pequeño vampiro, de Angela Sommer-Bodenburg. Cada día tengo más claro que nunca se me va a olvidar esa ilustración en la que Amelie Glienke me dibujó a la familia del pequeño niño vampiro. Creo, de hecho, que las cosas que nos llegan tan adentro de niños nunca se nos van a olvidar. Gracias a Dios.

Pero uno de los recuerdos que más adentro tengo no me viene de la ficción, y miren que fui un niño de lecturas, cuentos y aventuras, sino que me viene de la realidad. Ese recuerdo es la imagen de mi madre en la playa en verano. Porque nosotros veraneábamos en una casa familiar de A Mariña lucense, donde todas las mañanas se leía El Progreso y se pasaba la cortacésped dejando impregnado el aire con ese reconocible aroma, el olor de mis veranos. Por las tardes, todas o casi todas, se bajaba en el viejo Talbot Solara gris de mi abuelo, que olía a coche de abuelo, claro, a la praia. Pero el recuerdo que les decía es ya de la última hora de la tarde, cuando el sol casi se había marchado. Entonces mi madre se iba a comprar un polo de limón y se sentaba a leer un pequeño libro de lomo blanco con un dibujo en la portada, a veces un poco macabro, recuerdo. Agatha Christie, supe tiempo después, ponía.

Y yo de aquello me había olvidado hasta que un día descubrí la serie Poirot, protagonizada por David Suchet, quizá el mejor, en algún canal de la televisión. La descubrí a la hora de la siesta y fue mi madre quien me dijo que aquello me iba a gustar. Bien sûr, que diría el famoso detective belga, mi madre me conoce bien, y aquella serie no sólo es que me gustase, sino que me chifló. De repente, me sumergí en una vorágine por todo lo relacionado con Poirot, como buen obsesivo compulsivo que soy. Me vi casi todas las películas, me leí casi todas las novelas, los relatos, todo. Hasta me planteé el bigote encerado. Fue así como llegué a esos pequeños libros blancos que me querían sonar, que yo estaba seguro de haberlos visto en manos de alguien, de haberlos conocido en algún lugar, en algún momento de mi vida. Fue así como llegué al Agatha Christie escrito en esas portadas ilustradas, editada por Molino, de esa colección llamada Selecciones Biblioteca de Oro que mi madre leía en la playa.

Cuando le pregunté a mi madre por el destino de aquellas viejas historias me enteré de que, tristemente, tuvo que deshacerse de su vieja colección por razones que no venían al caso, pero que intuí. Entonces me propuse hacerme, poco a poco, con todos los números de Poirot y regalárselos. No sé cuántos fueron ni cuánto tiempo tardé en hacerme con todos, pero lo hice y se los regalé. Claro que aquello fue un regalo bumerán porque, primero, están como un poco en régimen de copropiedad, y, segundo, siguen en la biblioteca de mi cuarto. Pero ver su emoción al descubrirlos de nuevo, al tener todos aquellos libros de su infancia, es algo que se me hace ahora inseparable de la figura de Hércules Poirot, y de Agatha Christie, si me apuran.

Entonces le propuse algo que me pareció divertido, y lo fue. Le propuse ver algunas películas del detective juntos e intercambiar nuestras impresiones. Yo tenía muy frescos las historias de la británica y ella, mi madre, las tenía tan en barbecho que me sorprendió muchísimo ver cómo no sólo no las había olvidado, sino que se le habían quedado grabadas. Me sorprendió que me contase detalles que ella recordaba claramente y que a mí me habían pasado por inadvertidos. En fin, disfrutamos mucho viendo a Peter Ustinov, quizá el mejor, en Muerte en el Nilo, Cita con la Muerte o Muerte bajo el Sol.  Me volví a ver, ahora con ella, la serie de David Suchet, ya he dicho antes que quizá el mejor, Poirot. A ella le gusta mucho Albert Finney, quizá el mejor, en el Asesinato en el Orient Express, de Sidney Lumet, pero yo sospecho que es porque aparecen Sir Sean Connery y Jacqueline Bisset, que le gustan mucho. Yo prefiero en el que aparece Jessica Chastain, por las mismas razones. Hemos discrepado en los Poirot de Iam Holm y de Alfred Molina, quizá los mejores, que a mí me chiflan. Y con respecto al Poirot de Kenneth Branagh, pues nos parece demasiado teatral, y fíjense que a mí me gusta lo teatral, con un bigote demasiado extravagante, y fíjense que a mí me gustan los bigotes, pero nos gusta Branagh mucho, así que quizá sea el mejor. A ella le gusta Johnny Deep, que aparece en la película, y a mí no me provoca ningún entusiasmo. No todo se hereda, está claro.

A propósito de Poirot, ahora se estrena Muerte en el Nilo, otra de Branagh, que en aquella colección se llamó Poirot en Egipto y salió con dos portadas diferentes, una de la película del 78 y otra con un dibujo de un revolver, un pañuelo ensangrentado, una estola y una figura egipcia, que me gusta más. Más sesentera. Y digo que ahora la estrenan porque iré a verla recordando aquellos veranos en Galicia, el olor de aquel Talbot, la sensación de mis manos resecas por el salitre y pensando en lo mucho que quiero a mi madre, a quien tantas cosas debo sin darme cuenta.