Diez dedos

A la hora del recreo, al abrigo de la mirada de los profesores, el líder les mostró su mano derecha. Se había amputado voluntariamente la falange distal del dedo índice. Mostraba orgulloso y desafiante el muñón, que sus seguidores más acérrimos tocaban con un punto de unción, soñando en poder acariciarlo. Toda la clase escuchaba con atención al líder. «Lo he hecho porque mi cuerpo es mío». Al encanto de estas palabras liberadoras, en algunos creció la admiración. Qué valentía y qué arrojo. Cuánta personalidad.

A la semana siguiente, otros tres alumnos habían hecho lo mismo. Con fingida originalidad, presumían de la hazaña. Uno de ellos incluso adornó su historia, y contó que, tras la ablación, el dedo se le había emponzoñado y la infección a punto había estado de llevarle al otro barrio. Qué coraje y qué transgresión. Cuánta rebeldía.

Era otro, sin embargo, el tósigo que se había extendido entre la clase. El deseo mimético había corrido como la pólvora. A los pocos días, el resto de alumnos había tomado ya la venenosa decisión de mutilarse la falange, como había hecho el líder, y, sin titubeos aparentes, la había ejecutado, cortando por lo sano. De los treinta alumnos, sólo dos permanecían incólumes, como corderos en medio de lobos, como una aldea gala a la que Roma quiere devorar.

De todos modos, duró poco la unidad en aquella resistencia escasa. A uno de ellos, debilitado por el peso de la muchedumbre, comenzaron a torturarle las dudas. «¿Y si nos llamaran diez dedos? ¿Qué haríamos entonces?». Luego, de las dudas pasó al miedo, y trataba de convencer al otro para que ambos claudicaran: «¡Te llamarán diez dedos! Piénsalo. ¡Te llamarán diez dedos! ¿Es que no te das cuenta?».

Después de aquella pregunta, la deserción eran sólo cuestión de tiempo. El miedo acelera los procesos. Al día siguiente, el que había dudado y temido se unió al resto de sus compañeros nada más llegar a clase. Sacó su mano derecha del bolsillo y se la mostró a los demás, mutilada como todas. Sintió el orgullo salvaje de pertenecer a la tribu, de ser uno más exactamente igual que el resto. En clase, además, sólo faltaba por llegar el disidente. Su llegada sería un momento apoteósico.

Y así fue. El renegado del clan apareció al fondo del pasillo con aquel semblante tan sereno que a muchos empezaba a exasperar. Cuando estaba a diez metros de la puerta de clase, su antiguo amigo, fuera de sí, prorrumpió en gritos: «¡Diez dedos! ¡Diez dedos!». Su voz tenía azufre; su tono, cizaña.

Al punto, todos los demás se unieron a aquel chillido amenazante, que pretendía ser un insulto. Majestuoso, el mismísimo líder se irguió, apuntó con el índice de su mano derecha al chivo expiatorio y, como si dictara sentencia, bramó también: «¡Diez dedos! ¡Diez dedos!». La turba, sumisa, imitó el gesto.

Y entonces el reo no pudo contener la risa, sabiendo que tanto muñón junto no serviría siquiera para acusarle.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).