Montse y Roberto se preparan para dar un paseo con su hijo Sergio, un niño precioso de siete años con autismo. Le han dado un poco de pasiflora para que esté más tranquilo y han preparado los cascos anti-ruido infantiles porque el ruido de la gran ciudad atrona sus oídos. También le han dado un poco de gaba en el desayuno (que mejora el funcionamiento de los neurotransmisores) y prepararon con esmero su desayuno libre de gluten, azúcar y lácteos de origen animal (porque todo ello le altera). Ya están listos por fin para salir.
Sin embargo, en la puerta de la calle, un perro enorme se ha puesto a ladrar con gran estruendo y Sergio ha entrado en pánico sin poderse controlar; ha tenido un bloqueo, y sus padres, aunque ya han vivido la situación otras veces, se miran asustados sin saber muy bien qué hacer para ayudar a su hijo. El niño llora y patalea, e intenta golpear su cabeza contra la pared, de pura impotencia, mientras empieza a quitarse en plena calle la ropa que se había puesto sólo unos minutos antes. «Menos mal que estamos al lado de casa», dice aliviado Roberto, mientras hace un gesto con la cabeza para que su esposa le ayude a conducir de nuevo a Sergio al portal de su domicilio. El paseo de este día ha durado apenas cinco minutos.
Ésta es una de las escenas que cualquier familia que conozca de cerca el autismo ha podido vivir alguna vez. En este caso, el desencadenante de la crisis ha sido el ladrido de un perro; pero puede ser cualquier otra (el claxon de un autobús, la sirena de una ambulancia, un camión de bomberos…), incluso puede no haber un desencadenante concreto. Las personas con autismo suelen tener una sensibilidad extrema hacia los estímulos exteriores, pero a veces los bloqueos de su sistema nervioso proceden del interior de su cuerpo o de su mente. Y quiénes les rodean (casi siempre, sus padres) viven esos bloqueos casi con la misma angustia que ellos, pero además con la impotencia de no saber cómo ayudarlos.
Desde que se detecta la discapacidad (normalmente, a partir de los dos años y medio), los progenitores se enfrentan a un problema importante: ¿cómo escolarizar a nuestro hijo? En regiones como Madrid, existen tres modalidades básicas: las aulas TEA, insertas en colegios ordinarios, pero con apoyo especializado; las llamadas «aulas estables», y los colegios de educación especial.
Trump y las polémicas sobre el autismo
Llama poderosamente la atención que haya sido el político más poderoso e influyente del mundo quien haya vuelto a poner la palabra «autismo» en los titulares de los principales periódicos del mundo. Al resto de dirigentes mundiales no parece preocuparles mucho que, en este momento (y siempre según la Administración Trump), uno de cada 32 niños nazca con esa discapacidad en lo Estados Unidos, mientras que en Europa las fuentes más conservadoras sitúan el ratio en uno de cada cien. Sorprende también que el alegato de Trump contra el consumo excesivo de Paracetamol en mujeres embarazadas y niños recién nacidos, o contra las vacunas que contienen excipientes como el mercurio o el aluminio (altamente tóxicos, según el consenso científico) solamente haya recibido críticas desmesuradas, insultos y acusaciones graves, y menosprecio de las asociaciones relacionadas con el autismo.
El argumento comúnmente aceptado por el statu quo del mundo de la discapacidad es que el autismo «no tiene cura porque no es una enfermedad», y que su origen no está en las vacunas, ni en ningún medicamento en concreto, sino en factores de muy diversa índole, incluido el genético. Pero, si fuera así, ¿cómo se explica una evolución tan dramática en su incidencia en las últimas dos décadas? ¿Cómo puede pasar una discapacidad de contarse en uno de cada «decenas de miles» de personas a «uno de cada 32» en sólo unos pocos lustros? Para estas preguntas, el quórum médico y científico no parece tener respuestas. Es un misterio.
Trump, en una intensa rueda de prensa en la que participaron también el Secretario de Sanidad, Robert Kennedy, varios expertos en la materia y madres de niños con autismo, anunció un presupuesto de más de 50 millones de dólares para que los Institutos Nacionales de la Salud investiguen sobre las causas del autismo.
Además, pidió repetidamente que no se consuma Tylenol (el nombre que recibe el paracetamol en los Estados Unidos) y que se deje de inyectar a los bebés vacunas contra la hepatitis, dentro de un calendario de vacunaciones infantiles extraordinariamente cargado. También dio la orden de remitir a los hospitales la recomendación de dar a los niños leucovorina, un tipo de ácido fólico, como tratamiento para prevenir o tratar el posible desarrollo de autismo. Kennedy y su equipo de expertos asesores aseguraron que diversos estudios realizados en Norteamérica avalan el uso de ese compuesto análogo de la vitamina B9 (hasta ahora usado casi exclusivamente en enfermos de cáncer) para tratar el autismo.
Esperanza en medio de la soledad
Para las familias que no conocen el autismo ni se han enfrentado nunca a sus devastadoras consecuencias es muy fácil desacreditar a esos pocos hombres que están tratando de luchar contra un monstruo casi desconocido aún.
Para quienes sí lo conocen y se enfrentan a él con las poquísimas armas de las que disponen, Trump, Kennedy y sus científicos afines suponen una luz de esperanza en medio de la negrura de la soledad y de la incomprensión. De un mundo al que no le importa el sufrimiento del prójimo hasta que no es lo bastante fuerte como para poderlo sentir como propio.
Montse y Roberto pusieron a su hijo Sergio todas las vacunas que correspondían en el calendario de vacunaciones de su pediatra. Hoy, tienen muy claro que no se las pondrían. Tienen cero pruebas y cero dudas de que alguna de esas vacunas está en el origen de la discapacidad de su hijo (no por el principio activo, sino por los metales que contienen prácticamente todas). Obviamente, no van a ser los laboratorios que fabrican esas vacunas —con millonarios beneficios anuales— los que investiguen con rigor lo que el presidente de Estados Unidos ha afirmado tan valiente y rotundamente. Las respuestas tendrán que llegar desde otros ámbitos no contaminados por el interés económico.
Como ninguna fuerza es más poderosa que el amor, Montse y Roberto seguirán enfrentándose a noches enteras sin dormir, porque Sergio se despierta de madrugada y reclama su compañía. Tampoco las comidas son fáciles, porque la mayoría de sabores y texturas le resultan imposibles de ingerir. No tener lenguaje oral tampoco les facilita las cosas: muchos de los bloqueos del niño se deben precisamente a la frustración de no poder expresar con palabras lo que sienten. ¿Se imaginan a uno de estos críos en manos de crueles compañeros de clase (se puede ser un psicópata con cinco años) que, en el patio de recreo, saben que Sergio no podrá explicar a la profesora ni a sus padres lo que le han hecho o dicho? Uno de cada tres niños con discapacidad intelectual en España sufre acoso escolar, según cifras del sector.
En la vida, se pueden hacer dos cosas ante los problemas graves: buscar soluciones de manera urgente o cruzarse de brazos y lamentar que «no se puede hacer nada». Lo que el sistema propone para «combatir» el autismo es lo segundo. Muchos padres estamos decididos a hacer lo primero. Aunque nos dejemos la vida en ello.