Mi última visita a un museo acabó en resfriado. No fue por causa del continente (un edificio fabuloso) ni por culpa de la guía (una experta amable). Según avanzábamos por la exposición, mi espíritu se destemplaba, y, al concluir el tour, el frío había calado ya mis entrañas. Puede que mi falta de sensibilidad contribuyera a aquella sensación glacial. Pero, después de pensar en el asunto, concluyo que no es razonable que un tipo de cultura media (tú, yo) pueda ser el causante único de que una gran parte del arte contemporáneo le deje frío. La sabiduría popular rechaza que los cojos echen la culpa al empedrao. Vale. Pero cuando el empedrao es un conjunto de baches, una sucesión de agujeros y una superficie que se tambalea, ¿toda la culpa habrá de ser del caminante?
Me niego a admitir que un hombre o una mujer con una sensibilidad estándar sólo pueda sentir indiferencia frente a lo que cuelga en las paredes de algunos museos. No soy un teórico del asunto, pero tengo ojos. Y veo la cara de pez con la que muchos visitantes de estos museos caminan por sus pasillos. Sus rostros son una mezcla de sorpresa, risa y desconcierto. La parte de la sorpresa se comprende, porque el arte tiene, además de armonía, su ápice de sorpresa. Lo de la risa también encaja, porque uno de los sentidos de lo bello es el del humor —y, además, en la risa se halla in nuce la alegría, de la que la belleza sin duda participa—. Pero, ¿el desconcierto? ¿Que el sentido sea sin más el sinsentido? No concibo un cuadro o una escultura cuya aspiración máxima sea la perplejidad. Sorprender, provocar, épater le bourgeois, ir de malote, romper las reglas. Todo eso ya está muy visto. ¿Y si el artista se empeñara en buscar con denuedo la belleza?
En un momento determinado, la guía nos explicó que el arte ya puede prescindir de lo bello. Aproveché para sentarme en un banco y contemplar el Rothko que tenía delante, a ver si el rojo y el naranja del lienzo me hacían ir más allá de la belleza. No pude. Mientras trataba de aplacar mi anhelo trasnochado de hermosura, la guía nos contó que Rothko acabo suicidándose. Tal parece el destino de un tipo de arte de nuestros días: en un último grito de expresionismo, quitarse la vida, negar todos los colores del mundo y arrojarse a un pozo negro.
No creo que merezcamos un arte así. Cuando nuestro corazón se temple y recupere la calidez del misterio, la pintura y la escultura volverán a alzar el vuelo. Sucederá cuando el artista se dé cuenta de que, como ha escrito Marcela Duque, «el arte revela lo universal en lo singular y lo espiritual en lo sensible». Cuando entremos por esa senda, dejaremos de admirar la singularidad fea y la materia intrascendente. El arte será como unas palabras verdaderas junto al fuego. Y se nos pasará este resfriado.


