Una teología de lo pequeñito

Dios tiene esa costumbre de colarse en lo pequeño. Se desliza en los márgenes de los días para recordarnos que la vida, incluso herida, sigue siendo un regalo

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Últimamente me descubro caminando por la calle con los hombros tensos, el gesto arrugado y la mente enredada en preocupaciones que no sabría ni nombrar. No son grandes tragedias, sólo ese cansancio manso que se instala sin pedir permiso. Uno va así, sin mirar a nadie, con el alma recogida, hasta que algo —o alguien— se cruza y te devuelve, sin saberlo, al lado luminoso de la vida.

El otro día fue un abuelo. Avanzaba despacio, sujetando el móvil con las dos manos, como si fuera una reliquia frágil. Le oí decir con esa ternura nerviosa que sólo los abuelos dominan: «¡Hacía mucho que no hablábamos! ¿Qué estás haciendo?». Del otro lado, una vocecita respondió algo sobre una pegatina. Eso fue todo: una pregunta, una pegatina, una conversación mínima entre dos mundos unidos por una pantalla. Pero esa palabra se me quedó flotando. Sin entender por qué, se me aflojaron los hombros. No reí. Sonreí.

Dios tiene esa costumbre de colarse en lo pequeño. De esconder su ternura en gestos que pasan desapercibidos. No se anuncia con milagros ni retórica; se manifiesta en diminutos actos de humanidad que apenas dejan huella y, sin embargo, lo cambian todo. Es una especie de teología secreta, la de lo pequeñito, que sostiene el mundo sin que el mundo se dé cuenta.

El Evangelio la conoce bien. Dos discípulos caminan hacia Emaús, tristes, desencantados, convencidos de que todo ha terminado. Jesús se les acerca sin presentarse. No impone su gloria, no exige fe inmediata: simplemente les escucha, conversa, les explica las Escrituras. Cuando al fin lo reconocen, ya tarde, sólo aciertan a decir «¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32).

El Resucitado se aparece como compañero de viaje, no como héroe. Su presencia no elimina la tristeza, pero la transfigura. Y ahí está el milagro: el fuego del corazón que vuelve a arder sin que cambie nada exterior. Así actúa también hoy. Se disfraza de abuelo que pregunta por una pegatina o de niño que canta en el autobús. Se desliza en los márgenes de los días para recordarnos que la vida, incluso herida, sigue siendo un regalo.

Uno lo entiende bien viendo La vida es bella. Guido, el protagonista, se empeña en hacer creer a su hijo que la guerra es un juego. Y en ese empeño, tan absurdo como heroico, la fe se hace visible. Lo pequeño en medio de lo terrible. La sonrisa que sobrevive al miedo. El amor que convierte el sufrimiento en acto de esperanza. No hay discurso religioso más elocuente que ése: un padre sosteniendo la inocencia del hijo mientras todo se derrumba alrededor.

También Dios juega así con nosotros. No borra el dolor, pero nos enseña a mirar más allá de él. Nos susurra que el amor —incluso diminuto, incluso torpe— tiene poder de resurrección. Que basta un detalle, una palabra amable, una pegatina, para que el alma recuerde que está viva.

La fe quizá consista en eso: en estar atentos. En caminar con los ojos abiertos a esos pequeños respiros que nos salen al paso. En aprender a reconocer al Resucitado cuando se cuela, discreto, entre el ruido del tráfico y la prisa. A veces no cambia nada. Pero el corazón, como el de aquellos discípulos, vuelve a arder. Y ese ardor basta para seguir caminando.

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