La presente transcripción es la tercera parte de una serie de conversaciones que el autor mantuvo en días pasados con los personajes creados por George Hergé en el Castillo de Moulinsart.
Nos abrimos paso hasta uno de los salones del piso inferior. Aún se podían ver los restos de una especie de jaima levantada en medio de la estancia sobre alfombras de motivos étnicos. Pasamos por entre una colección de pipas de agua que los beduinos se habían dejado, entiendo que para la siguiente ocasión. Aún podía olerse el humo que según me han dicho, días atrás, inundaba todo el castillo.
—Venga conmigo, grumetillo, verá cómo le gusta lo que le voy a enseñar.
El Capitán se detiene ante una biblioteca construida en roble. Tira del lomo de un libro en el que se lee inscrito La Isla Misteriosa. Julio Verne e inmediatamente se escucha el sonido de un mecanismo de engranajes girando para terminar descubriéndose una puerta aquella pared. Bajamos por las escaleras y me encontré con los restos de una bodega de muy elevados techos. Aquella estancia era descomunalmente alta, quizá la más grande que yo haya visto en toda mi vida. Sarcófagos egipcios, cerámica china, instrumentos de percusión que parecían venidos del lejano Japón, armaduras medievales que se mezclaban con uniformes de dragones y de la caballería del ejército imperial francés… Y al fondo de la estancia, elevado sobre unos gatos, el submarino tiburón biplaza.
—Aquí lo tenemos, conservado como oro en paño. Cuando terminamos la misión a bordo del Sirius, ya sabe, aquella en la que perseguimos la pista del tesoro del Unicornio lo tuvimos expuesto en la exposición universal en Ginebra. Luego, pieza a pieza, para aquí. Fíjese si ha transcendido su curiosa forma que he oído que han hecho hasta aviones comerciales la tienen.
—¿Usted confiaba en el éxito de la misión durante aquellos días?
—Fue bastante complicado al principio, teníamos las indicaciones que mi antepasado, el caballero Francisco de Hadoque, sí, aquel del retrato con sombrero de amplia pluma y casaca violácea, había dejado aquí en el castillo. Pero lo conseguimos gracias al ingenio de Tintín, que se percató de que estábamos utilizando las coordenadas teniendo en cuenta el meridiano de Greenwich mientras que mi pariente lo había hecho siguiendo el meridiano de París. Esto es, dos grados más al este. Yo no habría caído en ello porque conozco los mares como la palma de mi mano, pero la cartografía no es mi fuerte. Soy más de intuición. Como buen marino.
Cuando dice esa última palabra al Capitán le comienzan a brillar los ojos. Había sacado algo de la bodega, sin que yo advirtiese sus movimientos. Me muestra una botella de un Château Margaux del 61.
—¿Sabe que Ernest Hemingway me contó una vez que le había puesto el nombre a su hija en honor a este vino? Conocí a Hem en Cuba hacia 1950, yo estaba a los mandos del maldito Karaboudjan. Aún no existía el traicionero Allan y a él, a Hemingway quiero decir, no le habían dado ningún premio todavía. Estaba escribiendo esa novela tan buena. Esa sobre un anciano que lucha contra la naturaleza y un monstruoso pez espada. Es brillante. Yo he navegado mucho, grumetillo, y le aseguro que hay peces de unas dimensiones descomunales. Le iba a decir que luego estuvimos en su casa en diversas ocasiones, Finca Vigía, nunca se me olvidará el nombre, pregúntele a Tintín. El viejo Ernest era bastante mal marino, pero un gran bebedor, casi tanto como yo en aquellos momentos.
En ese momento aparece Tintín en aquel sótano de piedra. Trae consigo una caja y una lata. En la caja de madera veo un emblema sellado en tinta negra, mientras que en la lata aparece un cangrejo de pinzas de color oro.
—Amigo Tintín, me gustaría en este momento que me hablase un poco de los villanos de todas sus aventuras.
—Pues han sido muchos y con una variedad muy amplia de motivos para cometer sus fechorías. Han aparecido El primero que recuerdo es el Doctor Müller, su motivación principal siempre fue el dinero. ¿Recuerda que formó aquella banda de falsificadores que operaba desde La Isla Negra? Pues nunca dejó el mal, se dejó barba y se puso a las órdenes del jeque Bab el-Ehr para expoliar el petróleo en el País del Oro Negro. De vez en cuando nos volvemos a topar con su nombre en alguna intriga internacional y se llegó a especular que estaba detrás de aquello de los misiles en Cuba en el 68. Seguramente el dinero siga siendo su único amo. Quizá él, junto con Rastapopoulos, sean los dos grandes antagonistas de mi vida. De nuestras vidas, quiero decir, Capitán. Lo que pasa es que este megalómano ya tenía demasiado dinero como para valorarlo o codiciar más. Lo que realmente le gustaba a esa mente era hacer el mal por el mal. Desafiar a la vida con sus negocios y utilizar a todos los que se le ponían delante para cumplir sus fines. La última vez que le vimos fue hundiéndose en su lancha en el Mar Rojo. Pobre desgraciado.
—A nosotros nos han contado que se lo volvieron a encontrar en el Índico y que desapareció misteriosamente en aquello de su vuelo 714 para Sidney.
—No tenemos muchos recuerdos de aquel viaje, ya sabe, la conmoción. Nosotros tomamos el vuelo invitados por el señor Carreidas, que había diseñado el Carreidas 160. A partir de eso nuestros recuerdos son escasísimos, aunque el Profesor guarda un grato recuerdo, puesto que conserva un tornillo de una aleación imposible de conseguir aquí en la Tierra. Creo que es cobalto en estado puro y un compuesto de hierro y níquel, pero mejor háblelo usted con él. Si le escucha, claro.
—Capitán, ¿recuerda usted a algún villano más de sus aventuras?
—¡Mil millones de cañones a babor! Claro que recuerdo a muchos de esos piratas de carnaval, a esos ametralladores sin babero. Los militares parece que nos la tienen jurada, nos abordaron en más de una ocasión. Además, es indiferente la nacionalidad porque, ya sean bordurios como aquel infame del coronel Sponsz, sildavos como el mameluco del coronel Jorgen Boris o teodorense como el atropellador general Tapioca, siempre están intentando acabar con nosotros. Menos mal que su torpeza siempre supera a su malicia.
Néstor nos llama advirtiendo que el coche estaba preparado. Abandonamos la bodega por donde habíamos llegado. El Capitán cerró con fuerza la puerta escondida y abandonamos la vivienda por la puerta principal. En el exterior nos esperaba un coche modelo Jeep de color azul y Tintín se puso al volante, indicándome que ocupase el asiento del copiloto. El Capitán se subió en la parte trasera.
—Este es el momento más especial de toda la visita. Fueron muchos años los que nos llevó conseguirlo, pero ahora mismo, por fin, lo tenemos aquí con nosotros. Forma parte de la Agencia Espacial Europea y el CERN que lo adquirieron a Centro de Investigación Atómica de Sprodj.
A medida que Tintín me iba poniendo en antecedentes dimos la vuelta al castillo y allí, en su parte trasera me encontré con el monumental aparato: el X-FLR6 en su versión tripulada. Estaba ante el cohete que había llevado a mis amigos a la Luna. Me emocioné.
Lo que allí hablamos prefiero que se quede para mi propia historia personal. Hay que guardarse algo para los que quieran tomarse un café o comer algún día conmigo, de forma que en la sobremesa pueda contarles lo que allí se dijo. Pero no quisiera olvidarme transcribir lo que ocurrió cuando una hora y pico después abandonaba Moulinsart.
—Espere, grumetillo —veo al Capitán que corre hacia mí—. No se vaya tan rápido, tengo algo para usted —el hombre trae en la mano una de sus gorras y me la tiende, ofreciéndomela—. Esto es para usted. Sé que usted la valorará tanto como yo.
Con aquel gesto el Capitán ha reconocido en mí al niño que quería vivir todas aquellas aventuras y que, de algún modo, lo hacía, ha reconocido al adolescente que aprendió tanto de su amistad con el periodista y ha reconocido al hombre que hoy sigue viajando con ellos una y otra vez, con una sed de aventuras insaciable. Traspaso la verja. Miro hacia el castillo, que ahora siento un poco más de mi propiedad. «Moulinsart es un poco de todos». Llega un taxi del que se baja un hombre peinado con raya al medio, amplio bigote encerado y pajarita.
—Recuerde, Serafín Latón, de seguros Mondass, podemos hablar de la póliza para este magnífico automóvil cuando usted quiera. Recuerde, Latón, Serafín Latón. Buenas tardes.
En el taxi le doy indicaciones al taxista para que me acerque a la estación de tren de Moulinsart. Me encuentro un par de tarjetas dispersas por los asientos traseros. «Seguros y reaseguros Mondass. Serafín Latón. Agente comercial». Me guardo una de ellas en el bolsillo. Por si acaso. Me pruebo aquella vieja gorra de marino y me pregunto si volveré a hablar con ellos. Estoy seguro de que sí.