La presente transcripción es la segunda parte de una serie de conversaciones que el autor mantuvo en días pasados con los personajes creados por Hergé en el Castillo de Moulinsart.

La entrada de Silvestre Tornasol nos puso en alerta. A partir de ese momento cualquier cosa podría ocurrir, desde la rotura espontánea de los cristales a explosiones.

—Pero Silvestre, especie de proyectil teledirigido, ¿no ve que podría haberse matado? ¿Es que no va a dejar de hacer el indio nunca?

El profesor se sienta en un chaise longue de cuero negro y comienza a descalzarse una especie de zapatos imantados, zapatos que, por lo visto, le permitían mantenerse erguido sobre el patinete eléctrico. Doy un sorbo a mi taza y noto en la garganta deslizarse cada mililitro del líquido. Toso. El Capitán ríe enérgicamente mientras el joven reportero nos mira extrañado.

—Este té está, quizá, un poco fuerte. ¿No?
—Capitán, no le habrá puesto su Loch Lomond en la taza de nuestro invitado, ¿no? Desde que le he contado al Capitán aquella anécdota de cuando Nabokov fue invitado al Apostrophes de mi amigo Bernard Pivot y exigió que en la tetera en lugar de té, hubiese whisky, el hombre siempre hace la misma broma. Lo mejor es que durante la entrevista Pivot le ofrece rellenarle la taza y el escritor da un sorbo exclamando que ese te está un poco fuerte, justamente tal y como le ha pasado a usted. Pero claro, él sabía perfectamente toda la pequeña farsa.
—Sí, había escuchado esa anécdota antes. No sabía que usted hubiera sido amigo de Bernard Pivot. Un hombre tan admirable.
—Sí, de hecho nos invitó a alguno de sus programas, pero de aquellas estábamos en activo, no teníamos tanto tiempo.
—Quería aprovechar este momento para hacer un poco de recapitulación de alguna de sus aventuras juntos. Me gustaría mucho que me contasen algún detalle de los que no quedaron recogidos en los álbumes. Pero antes, Tintín, usted tuvo que vivir solo algunos momentos bastante peliagudos.
—Sí, querido amigo, hubo algunas aventuras que me tocó vivir en solitario, como periodista, antes de conocer al Capitán. Aunque no estaba del todo solo, claro, tenía a mi Milú. Así nos fui a América a combatir el crimen organizado en las calles de Chicago, o a San Theodoros persiguiendo a aquellos malhechores que habían dado muerte Rodrigo Tortilla. Pero una de las aventuras más especiales fue en Escocia.

Tintín se levanta para alcanzar la foto en la que aparecen retratados él mismo, Milú y el Capitán con un gorila de tres cabezas más de altura.

—Esta no es la foto original, Iñako. Como le iba diciendo a Escocia fui solo Milú y yo, aún no conocía al Capitán. Pero como verá aquí aparecemos los tres junto con Ranko. Él es un poco miedica, al principio le tenía miedo a Milú, pero ahora son grandes amigos. De hecho, Milú se pone muy contento siempre que recordamos al bueno de Ranko. ¿Verdad Milú?

En ese momento me di cuenta de que el viejo Fox Terrier estaba bajo mi silla, atento a todo lo que ocurría. El Capitán encendió su pipa.

—¿Qué tabaco fuma, Capitán?
—Éste me lo envía en valija diplomática el General Alcázar de Las Dópicos. Aunque, ciertamente, se me está acabando y no tenemos noticia de nuestro amigo el General. Quizá ahora aquello vuelva a ser Tapiocápolis, tendremos que telefonear a palacio un día de estos. También le voy a decir que el tabaco que nunca me ha convencido es el Bordurio. No tiene ningún sab…
Una fuerte explosión llena de humo la cara y levanta la barba del marino.

—¡Mil millones de mil naufragios! Esto es cosa de esa mala semilla de Abdallah. Ese pequeño monstruo cada vez que pasa unos días en el castillo no deja títere con cabeza. ¡Néstor!
—¿Sí?, señor.
—Recuérdeme que encargue un buen arsenal de bromitas para cuando regrese su altecita dinamitero.
El mayordomo hizo un gesto con la cabeza y con rapidez retiro las tazas vacías y la bollería que nos había acompañado. Dejó una botella de cristal con agua y vasos limpios.

—Háblenme un poco más del viaje a la Luna.
—Oh, yo no estoy dispuesto a volver a revivir aquello. ¡Mil rayos! ¡Qué mareo! En aquel armatoste de metal que casi no podía elevar el vuelo. Lo mejor de todo fue que el zuavo de Tornasol utilizó durante esos días un aparato acústico y no había que gritarle todo el día.
—Capitán, aquello fue fantástico.
—Sí claro, para los espectadores fue precioso.
—Oh, Capitán, usted era fundamental en el viaje a la Luna. Baxter, director de la misión, estaba muy ilusionado con que un marino estuviese entre la tripulación. Yo, que soy un poco duro de oído, utilicé durante aquellos días un aparatito diseñado para potenciar los sonidos y escuchar mejor. Pero créame que no me hace ninguna falta.

Tornasol se levanta para servirse un vaso de agua, pero de nuevo tropieza por los zapatos imantados dando un buen traspiés.

—Pero Profesor, ¿no puede estarse quieto?
—Sí, querido Tintín, estoy bien, gracias por preguntar. Creo que debería inventar unos zapatos metálicos que no resbalen. ¿Recuerda, Capitán, el paseo lunar?
—Claro que lo recuerdo, Silvestre. ¿Cómo olvidarlo?
—¿Cómo no lo va a recordar, Capitán? Si usted me ayudó a trasplantar una variedad de biancas que pueden crecer sin necesidad de atmósfera. Ya le he dicho que en unos años volveremos para ver cómo va el experimento.
—Yo no vuelvo a subirme en una de esas atracciones propulsadas suyas, Profesor. En casita, que se está muy bien.
—Qué ilusión me hace, Capitán, que se anime siempre a acompañarme en estas aventuras y locuras mías.

Entonces Tintín, que se había ido a una estancia contigua, regresa con un casco del traje lunar y una pequeña piedra, blanca y porosa.

—Querido amigo, pruébese el casco con el que tuvimos el placer de hacer el paseo espacial. Verá lo que pesa. Menos mal que en la Luna el peso es seis veces menor que en la Tierra. Y este trocito de piedra lunar me gustaría que se la quedase como recuerdo, Iñako.

Me pruebo la aparatosa escafandra.

—¿Recuerda el día en que se conocieron, Capitán?
—Claro que sí, grumetillo. Fue a bordo del Karaboudjan. Cada vez que recuerdo al pirata de Alan, a ese energúmeno, ese tramposo y troglodita con gorra de marino —el capitán en ese momento parte a la mitad otra de sus numerosas pipas.
—Luego recuerde que me acompañó en la expedición internacional a bordo del Aurora en busca del aerolito caído en el Ártico con el profesor Calys.
—¿Cómo no recordar aquel viaje? Una de las mayores tempestades a las que me enfrenté. Y la carrerita con el Peary financiado por la Golden Oil Company. Era casi como Gregory Peck compitiendo con Anthony Quinn en El mundo en sus manos.
—No sabía de su faceta cinéfila, Capitán —confieso.
—Aquí en el Castillo tenemos una habitación con un proyector estupendo para ver viejas películas. ¿Por qué no aprovechamos la tarde y damos un paseo por el castillo y sus jardines? Seguro que encuentra algún tesoro.

Nos levantamos y despedimos a Tornasol, que se excusa en su obligación de hacer las maletas para partir a la mañana siguiente para Ginebra, a no sé qué, algo relacionado con partículas nucleares u ondas electromagnéticas. Caminamos para abandonar la habitación y cuando estoy en la puerta de la sala siento una fuerte mano cogiéndome del brazo. Y una barba acercándose a mi oreja.

—Querido Iñako, no se lo diga a nadie, pero le confieso que yo volvería encantado a la Luna. Ese viaje, como le he dicho, fue algo que no olvidaré nunca. Y que me trague la barba si miento —me susurra en alto.

Los tres descendemos las escaleras y justo en el momento de llegar abajo se escucha el timbre. Alcanzo a ver la sombre de dos bombines al trasluz del cristal de las enormes puertas del castillo.

—Hernández, vuelve a tocar el timbre.
—Toca volver, diría yo, Fernández.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.