La presente transcripción es la primera parte de una serie de conversaciones que el autor mantuvo en días pasados con los personajes creados por Hergé en el Castillo de Moulinsart.

Entro por una gran verja abierta de par en par. Moulinsart está impresionante, Moulinsart es impresionante. Escucho de fondo los ladridos de un perro, suaves pero decididos, como me había imaginado alguna vez que sonarían los gruñidos del inteligente Fox Terrier Milú, ese infatigable compañero. Cuando llego al castillo me encuentro con un hombre de chaleco amarillo y negro, el bueno de Néstor. Está limpiando lo que parecen restos de un florero que refugiaba dos preciosas rosas blancas, biancas.

—Le estábamos esperando, señor. Confío en que el viaje haya sido tranquilo —me invita a pasar al interior, con un gesto de su mano—. Tenga cuidado con el tercer escalón, hemos llamado varias veces al marmolista, pero parece no hacernos caso.

Allí, ante la impresionante escalera de piedra que conduce a los tres pisos que tiene la vivienda, no puedo más que sobrecogerme. Un techo altísimo. A mi derecha, el amplio salón del piano de cola. A la izquierda, entreabierta, una puerta que conduce a otra sala en la que se pueden ver algunos focos televisivos y una maraña de cables que recorren el suelo de la estancia. «Lo de la Castafiore», pienso.

Subo la escalinata hacia el primer piso y entro en el salón principal de la residencia. Mientras estoy tras el mayordomo, mi cabeza no deja de recordar todas las aventuras que había leído durante mi vida. Es un espacio grande, de veras que lo es, rodeado completamente de poderosos muebles en madera oscura, de calidad, antiguos, como rescatados del naufragio de la historia. En una de las vitrinas encuentro un fetiche de oreja roja junto con los restos vidriosos de aquellas dichosas bolas de cristal. Enmarcado en la pared un recorte de prensa en el que aparecen retratados Tintín y el Capitán con un gorila de tres cabezas más de altura.

Veo cerca de la ventana al lozano reportero que viste camisa blanca y bombachos marrones. Tintín se acerca a mi tendiéndome la mano.

—Bienvenido a Moulinsart, Monsieur Rozas —me recibe el joven pelirrojo.
—Bienhallado, amigo, es un verdadero placer —respondo, no sin cierta sensación de familiaridad.

Me invita a sentarme en un gran sillón tapizado con una tela de cuadro escocés tonos azules y verdes. Acepto mientras cojo una taza de té que me ofrece Néstor en una bandeja.

—¿Lo quiere con leche el señor? —pregunta el servicial mayordomo.
—Sí, por favor. Hace ya treinta y cinco años que nadie les entrevista, y menos en castellano. Me alegra que el último en hacerlo haya sido un compatriota mío para ya el desaparecido diario Pueblo.
—Oh, sí, Monsieur Reverte. Aún mantenemos contacto con él. Un amigo, sin duda alguna. Temperamental, pero de buen corazón, como el Capitán.
—No tengo el placer de conocerle, pero me he leído la entrevista que les hizo. Me ha dado valor para en su día escribirles proponiéndoles la charla de hoy.
—Créame, querido Iñako, conozco esa sensación de vértigo que se tiene cuando uno habla con alguien a quien admira. Recuerde usted que soy periodista. Por cierto, Arturo nos vino a visitar cuando nos dejó Hergé. Un día triste aquel.
—¿Han vivido aventuras desde que no está el belga entre nosotros?
—¡Por supuesto! No hemos parado, siempre hay algún lugar para conocer y algún lance que vivir. Nuestra filosofía, como comprenderá, es comprar el billete de avión o el pasaje de barco antes de pensar si debemos ir. Así no podemos decir echarnos atrás nunca. El viejo George se sentiría muy orgulloso de todo lo que hemos pasado desde entonces. Quizá algún día se lo podamos contar allá donde quiera que esté.
—No sé yo si se volverán a encontrar con él. Los mitos no deberían morir nunca. Ustedes son eternos.
—Es todo un halago que nos considere un mito, pero hemos estado en peligro en innumerables ocasiones. Tendrá que haber una última aventura, siempre la hay.

En ese momento entra por la puerta el viejo Capitán Haddock, lo que hace que deje mi té en una pequeña mesita, al lado de lo que parece un cenicero con una inscripción: «¡Viva Alcázar!». Me levanto nervioso. El Capitán es un hombre de gran estatura, metro noventa y muchos centímetros, con una voz fuerte y de modales rudos, pero muy correctos. Hago el ademán de estrecharle la mano, pero él, mientras la tiene cogida, me da unas fuertes palmadas en el hombro.

—Archibald Haddock, para servirle en todo aquello que pueda. Le esperábamos con impaciencia. Este Castillo nunca está tranquilo, siempre hay visitas. Esta misma mañana lo han abandonado el emir Ben Kalish Ezab y su hijo, Abdallah. ¡Maldito diablo, mil millones de naufragios! No ha dejado ni una maceta sana, con el cariño que había puesto el Profesor este año a las flores. Pero fíjese, ya tengo la venganza planeada —me muestra un paquete de Amazon Prime que traía en el brazo y una especie de artilugio que lanza agua de una empresa de bromas en su interior.
—Verdaderamente al pequeño Abdallah le espera una buena revancha —improviso.

El Capitán se frota las manos mientras ríe fragorosamente, después toma un álbum que no deja durante toda la entrevista. Empieza por enseñarme los planos originales del submarino diseñado por Tornasol con el que hallaron el Unicornio y el tesoro de Rackham el Rojo. Sé que es importante para él, así recuperaron el honor los Haddock.

—¿Cuál ha sido para ustedes el momento más importante de todos los que han vivido?
—Sin duda alguna cuando tuvimos que escalar el Himalaya para rescatar a Tchang —responde Tintín rápidamente—. El Capitán demostró estar a la altura de las circunstancias y le aseguro, querido amigo, que la altura era de muchos metros.
—Aún tenemos una partida pendiente de ajedrez, Tintín —le recuerda el Capitán —. Para mí, amigo mío, el viaje a la Luna fue uno de esos momentos inolvidables. Aunque hay momentos de los que me avergüenzo, como ese en que puse en peligro la vida de todos. Nunca me he vuelto a pasar con la bebida, aunque no la he dejado del todo.
—Debería olvidar ya lo que hizo, Capitán —el joven le pone la mano en la espalda al marino, que ahora buscaba con la mirada un vaso con un par de diamantes de hielo y unas gotas de whisky.

En ese momento suena un teléfono que descuelga Haddock.

—Diga. No, señora, esto no es la Carnicería Sanzot. Le estoy diciendo que esto no es una carnicería. Llame al 431 no al 421. Mil millones de cañones a babor, aquí no tenemos costilla de cerdo. Eso intento decirle. Efectivamente, 421. Buenas tardes.
—En realidad viajes importantes han sido todos. Hemos evitado que Estados cayesen en dictaduras tiránicas, hemos impedido a villanos salirse con la suya, hemos conocido y hecho grandes amigos… Los amigos que se van haciendo es lo que de verdad importa. Pues ya se sabe que quien tienen un amigo, tiene un tesoro. En unos días visitaremos a Oliveira que ha abierto un nuevo bazar en Lisboa y en julio tenemos planeado un viaje exprés a Perú, a pasar unos días en el Templo del Sol.
—Siempre que estoy en el Perú me termina matando ese maldito soroche. Yo, que estoy acostumbrado a estar al nivel del mar, ¿comprende?

Suena de nuevo el teléfono y el Capitán monta, entonces, en cólera

—¡Diga! ¡Silvestre! ¡La hora del encuentro eran las cuatro en punto! ¡Las cuatro! ¡Mil millones de naufragios! ¡Tornasol, está usted más sordo que un murciélago de escayola! ¡Extracto de saltimbanqui con gafas! ¡Ornitorrinco de laboratorio! ¡Venga de una vez a la sala que nuestro amigo de La Iberia ya está aquí! ¡A las cuatro de la tarde en punto! ¡Mil rayos! —cuelga el aparato—. Disculpe la interrupción, el Profesor es un poco duro de oído, pero creo que ya viene hacia aquí.
—Fantástico. Les quería preguntar, también, por la financiación de todos sus episodios. Desde que era un niño quise vivir sus aventuras, pero han debido de ser tan caras.
—Pues siéndole totalmente franco —responde Tintín— vivimos de las rentas que nos genera el Tesoro de Rackham el Rojo. En este sentido es el Capitán quien sufraga los gastos. No obstante, disfrutamos también de los ingresos aportados por dos o tres trastos que el Profesor ha conseguido colocar en la teletienda y de algunas patentes de mayor importancia. Por otra parte, yo aún escribo aventuras y desventuras en diferentes medios. Eso sí, lo hago bajo un pseudónimo.
—Supongo que no hoy no será el día en que confiese el pseudónimo que utiliza.
—Quizá algún día, pero no será hoy.

El Capitán seguía ojeando las páginas del álbum y encontró una vieja etiqueta de Loch Lomond, su whisky de cabecera.

—¿No le apetece, amigo mío, un poco de whisky en ese maravilloso té? Seguro que se aviva enormemente la conversación y pierde los nervios.

Lo que me iba a decir a continuación quedó interrumpido por la espectacular entrada del profesor Silvestre Tornasol, que montaba una especie de patinete eléctrico que parecía repeler el suele mediante algún ingenio magnético. Aprovechando la ocasión, vi al Capitán echando unas gotas del brebaje dorado en mi segunda taza de té. Nos sonreímos.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.