El jueves pasado, 13 de marzo, se cumplieron 50 años de la muerte de Ivo Andrić, el único autor yugoslavo galardonado con el premio Nobel de Literatura. No tiene mucho sentido que yo me ponga ahora a glosar si figura ni su obra porque las columnas no están para sustituir a las conferencias, las clases ni los libros. Yo he venido, más bien, para compartir con ustedes la compañía de este autor deslumbrante.
Nacido en Travnik en 1892, vio la luz cuando Bosnia y Herzegovina aún pertenecía al Imperio Otomano aunque, de facto, ya era un territorio controlado por la monarquía danubiana de los Habsburgo, cuya ocupación militar se remontaba a la Guerra Ruso-turca (1877-1878). En ella convivían musulmanes, católicos, ortodoxos, judíos y gitanos. Sería, sin embargo, un error equipararla a los sociedades multiculturales actuales. No eran comunidades relativistas, sino que había un trasfondo cultural común —por ejemplo, la creencia en la existencia de la naturaleza, el respeto a la familia, el cuidado de la tradición— que es justo lo que más falta hoy en Europa, donde el problema es que nadie parece creer en nada, que es el reverso de creer en cualquier cosa.
Esa nostalgia de la vida balcánica atraviesa toda la obra de Ivo Andrić, que se desempeñó como diplomático de Yugoslavia entre 1920 y 1923 y entre 1924 y 1941. Tuvo destinos muy delicados como embajador en la Alemania (1939-1941) y muy gratos como vicecónsul en España (1928-1929). La visita a su casa, en Belgrado, que es hoy un museo, supone un pequeño recorrido por la alta cultura europea de comienzos del siglo pasado. Si alguna vez pasan por el nº 8 de Andrićev Venac, no dejen de visitarlo. Sigan también la actividad de la Fundación Ivo Andrić, que custodia su legado y apoya los estudios en torno a su obra.
En efecto, quien mejor habla por Andrić son sus libros. El más famoso de todos es, sin duda, «Un puente sobre el Drina», escrito en Belgrado durante la II Guerra Mundial y que narra la historia de Visegrado a partir del puente Mehmed Paša Sokolović. Quizás el título sugiera que la novela no tiene mucha acción. Quizás sea cierto, pero en cambio rebosa de vida. Mi obra favorita, de todos modos, es «Crónica de Trávnik», que no es tan famosa pero recrea la rivalidad entre el cónsul de Francia y el del Imperio Austriaco en el extremo occidental del Imperio Otomano. A decir verdad, no sé por qué me gusta tanto. Tal vez sea la recreación de aquella Bosnia en que los eslavos del sur convivían en paz porque era más lo que los unía que lo que los separaba. Quizás me gusta era idealización de la Bosnia otomana de las mezquitas, los narguilés y los cafés en que el tiempo parecían detenerse como el«pequeño café de Lutva» que se menciona nada más empezar el libro.
Andrić tuvo palabras de verdadera admiración por la cultura española. En 2019, con ocasión del bicentenario del Museo del Prado —me pongo en pie para nombrarlo— la editorial Acantilado publicó sendos textos de 1928 y 1935 que nuestro autor dedicó a Goya. El de 1935 es una pieza de literatura extraordinaria. Se trata de una conversación ficticia entre Goya y Andrić en Burdeos. El pintor aragonés se le aparece al escritor yugoslavo en una taberna donde «es posible encontrar a personas, atuendos y costumbres de distintas épocas sin que jamás desentonen ni parezcan anacronismos que empañen la escena convirtiéndola en una ilusión inconcebible». Dice Goya que «los parajes sencillos son los escenarios idóneos para los milagros y las grandes cosas». Desde que lo leí, veo la Pradera de San Isidro o el Paseo de San Antonio de la Florida con otros ojos. Tuvo que venir Andrić a recordarme que Dios pasa como una suave brisa silenciosa.
Así, que, a 50 años de su muerte, yo no sé muy bien cómo honrar su memoria: si preparando un café turco en el «cezve», el cazo que atesoro para las tardes de invierno en que me asalta la nostalgia de Bosnia, o visitando a Goya en el Prado con el libro para mantener, de nuevo, esa charla ficticia en Burdeos. Aquí me tienen, pues, en estos días de frío, releyendo la «Crónica de Trávnik» mientras atardece y sigue lloviendo. Cuando vuelvan los días soleados, iré al Prado con Andrić, cuyo retrato me mira desde la estantería de sus libros.