Estos días he estado hablando con mis amigos sobre la despedida de Messi. La gran mayoría son —somos— madridistas y creo que eso influye en cómo percibimos su marcha. No tanto porque detestemos al Barcelona como porque estamos acostumbrados a otra filosofía de club, a otra forma de concebir nuestro equipo.
La primera conclusión a la que hemos llegado es que todo este culebrón habría sido imposible en nuestro Madrí. Así lo atestiguan los casos de Cristiano Ronaldo, Sergio Ramos y tantos otros. Aunque a Ramos, es verdad, tardamos en mandarlo a la mierda: el primer mamoneo con el United tendría que haber sido definitivo. Con todo, en nuestro Madrí se queda quien se quiere quedar y «el que piense en irse ya sabe dónde está la puerta», que decía don Santiago. Después del burofax, Messi habría dejado de vestir de blanco: no habría hecho falta que este año aceptara una rebaja salarial a regañadientes.
Para cualquier aficionado al fútbol ha sido lastimoso ver cómo el Barcelona se ha parecido más a ese novio inseguro que hace cualquier cosa por contentar a su novia que a uno de los equipos más laureados de la historia del fútbol. Para que Messi no se fuese —para que su novia no lo dejase—, se ha arrastrado por el fango hasta convertirse en una sombra de sí mismo. Incluso se ha olvidado del resto de jugadores: a algunos se los ha querido quitar de encima de cualquier manera y, a los que no, les ha suplicado que se sometieran a otra rebaja salarial más. Luego está Umtiti, que ha recibido pitos e insultos en el Gámper por querer cumplir su contrato (o sea, cobrar su salario ya reducido y no largarse). Qué poco culé, el tío, que no quiere que lo que descuenten de su sueldo se lo ingresen a su compañero.
Pero si lo de Messi o lo de Ramos me parece sangrante es porque un futbolista no es un trabajador normal y no podemos tratarlo como tal. Tengo amigos en EY que no dudarían en marcharse a KPMG si les ofrecieran un salario más alto. Claro que ellos no viven de la pasión de la gente: a nadie le va a costar conciliar el sueño si les bailan dos números en una hoja de cálculo o si se equivocan en una tarea tan decisiva como insertar una tabla en una presentación. El futbolista tiene una responsabilidad mayor. Él no puede pensar sólo en el dinero, y no porque cobre mucho —demasiado, diría yo—, sino porque su sueldo lo paga gente que pone la televisión cada fin de semana para verlo jugar; gente que lo sigue a Valladolid, Nápoles o Copenhague para animarlo; gente que, en fin, no cena cuando él falla un penalti. Quizá habría que recordárselo más a menudo.