No es frecuente ver en política algo que sorprenda. No obstante, desde los recientes comicios celebrados en Castilla y León, el Partido Popular parece estar dejándose la piel para impresionar tanto a sus votantes como a los del resto de partidos, algo que está logrando con creces en detrimento, no de su piel —que también—, sino de sus votos.

Ya fue descrita la envidia por Unamuno como «el más terrible tumor comunal de nuestra casta española» y parece que tanto Casado como García Egea son españoles a carta cabal. Pocas dudas quedan ya sobre la verdadera intención con la que se convocaron unas elecciones que Fernández Mañueco justificó por la sombra de la traición de Ciudadanos que parecía cernerse sobre su cabeza, una deslealtad cuyo recelo también servía al presidente castellanoleonés para excusar su intención de gobernar en solitario. Quién iba a decir a Díaz Ayuso que la sombra del olivo murciano era más alargada.

Lo desvelado ayer sobre el ardid maquinado por Génova para defenestrar a la presidenta madrileña, a la vez que deja atónita a la inmensa mayoría de la derecha, arroja luz sobre algunos hechos acontecidos hasta la fecha y que muy pocos podían entender. Y es que muchos españoles quedaron perplejos a finales del año pasado cuando el líder del PP accedía a renovar varios —no todos— de los órganos constitucionales con el PSOE tras incontables negativas a hacerlo, llegando incluso a aceptar candidatos de Podemos. Resulta sospechosamente casual que, como conocemos hoy, la fructificación de esa exitosa negociación encallada durante meses se produjera con escasas semanas de diferencia con respecto al intercambio del dossier que la Moncloa facilitó a los populares sobre su candidata en Madrid.

A la vista de lo sucedido estos últimos días, hoy es fácil pensar que las elecciones del pasado domingo tenían un doble fin: por una parte, hurtar a Ayuso el mérito de su resultado en Madrid, adueñándose de él la cúpula del partido. Por otro lado, demostrar a Abascal que los pulmones de Teodoro no son los únicos músculos que tiene el PP, dejando a Vox en un segundo plano en el que se esperaba permaneciera de cara a Andalucía y evitando que Casado se viera obligado a fotografiarse junto a quienes, coincidiendo con la izquierda, considera fuera del juego democrático.

La voz de los castellanoleoneses en las urnas reavivó en Teodoro y su líder —o su subalterno, según se mire— la peor de las envidias contra quien gobierna desde Sol, unos celos que no responden a un deseo pueril de lo ajeno, sino al abismo que existe entre Díaz Ayuso y quienes no son capaces de igualar su proyecto con medidas genuinas y propias. Unos presuntos líderes políticos que no saben escuchar a sus votantes cuya voz nunca se había expresado de manera tan nítida. Casado esperaba imponer sus deseos a los de los españoles, sin haber sido siquiera capaz de imponerlos en su partido, quizá porque el electorado de la derecha no es tan sumiso como para tragar con la infamia que supone estrechar la mano de quien hoy tutea a Otegi y arremete cada día contra el orden constitucional.

Hace apenas tres días, el líder de los populares se dirigía a sus votantes diciendo: «España no puede permitirse el lujo de desviar la atención de los problemas reales que acucian a las familias». Resulta irónico que precisamente sea aquello que rechazaba lo que haya logrado que ocurra cada vez que la guerra contra sí mismo se usa de manera más que previsible por todos los satélites de la izquierda para tapar sus vergüenzas. Así pasaremos días hablando sobre una corrupción en Madrid que no existe, mientras la alcaldesa de Barcelona permanecerá sentada en el banquillo acusada de malversación y prevaricación sin que apenas se note, algo que debería haber promovido la dirección del partido de Díaz Ayuso de ser ciertas las conclusiones de las pesquisas con que cuentan.

Decía en el mismo discurso del pasado martes Pablo Casado que «El patriotismo no consiste sólo en decir lo que piensas. También consiste en hacer lo que debes. (…) O salvamos lo común o nadie salvará lo suyo.», una máxima que él y su compinche incumplen de manera flagrante. Porque no hay que confundir tener «sentido de Estado» con tener «sentido del Yo», algo a lo que el presidente Sánchez nos tiene acostumbrados. La emboscada contra Ayuso no es sino una ofensa a la España que rechaza de plano la indecencia diaria a la que el Ejecutivo la somete, españoles que en Madrid hablaron claro y en Castilla y León, también. Una mayoría que no confunde al adversario embustero con un aliado que, desde que las cuitas populares copan la actualidad, ha permanecido silente en vez de aprovechar el ocaso de éste, que le acusó en el Congreso de «pisotear la sangre de las víctimas de ETA» para cobrarse la revancha.

Si algo ha logrado Pablo Casado es sembrar la incertidumbre en la derecha, invitando a muchos a pensar que el error en la votación de la reforma laboral no fue tal, sino que no que se trataba de un adoquín más en el camino hacia la «gran coalición», un pacto del PP y el PSOE ante el que muchos de esos intelectuales omniscientes se relamen, los mismos que se han servido del turnismo para mamar de una ubre y de la otra. Eruditos que, mientras los populares se despeñan, reniegan ahora de una estrategia que se demuestra fallida para sus propios intereses, pero también para España.

Lejos del soplo de aire fresco que representó en su momento Casado, un viento que pareció haber sacudido los complejos del Partido Popular, éste ha vuelto a caer en las malas artes de la vieja política, aquella que Albert Rivera identificó con total acierto.

Esperemos que el presidente del PP imite una de las pocas lecciones que el anterior líder de Ciudadanos pudo dar al país cuando asumió la realidad de su liderazgo y tenga la valía de afrontar el mismo destino.