Hace apenas diez días, cuando Sergio Sayas daba a conocer su voto negativo a la convalidación de la reforma laboral del Gobierno, que a la mayoría pilló por sorpresa, el diputado navarro escribía: «En política lo único que no puedes hacer es algo que no puedes explicar a tus votantes». Quién le iba a decir a Pablo Casado que esas palabras que tanto aplaudió de sus colegas forales cuando se saltaron la disciplina de voto a conciencia —mismo hecho que a Cayetana Álvarez de Toledo le costó una sanción impuesta por su partido— describiría de manera tan certera uno de los principales males de los que adolece el líder popular.

A diferencia de lo que sucede en la vida, en las campañas electorales no es demasiado frecuente que las resacas produzcan mayores jaquecas a los partidos más añejos que a los novatos. Éstos, más avezados en los comicios, suelen afrontar con mayor destreza las cifras resultantes de las urnas y leer con mayor presteza el mensaje de los ciudadanos. Para el Partido Popular, no obstante, las elecciones en Castilla y León no han hecho más que agudizar una migraña que ya venía padeciendo y que parece haberse cronificado llegando incluso a producir una ceguera, no blanca, sino verde, que amenaza con hacer aflorar la misma naturaleza primitiva que describió Saramago en su distopía pandémica. Este pánico generalizado provocado por no saber lo ocurre termina por exhibir las peores conductas cainitas, aquéllas que hacen a uno creer que esa invidencia se puede curar con un par de cremas que buscar en el bolso de la presidenta de la Comunidad de Madrid, obviando que no es otra que ella la única que parece haber conservado la vista.

Quizá a Pablo Casado le ocurre lo mismo que a la protagonista de la novela lusa, quien «lo que quería era no tener que abrir los ojos» para esquivar la realidad. Y es que resulta del todo imposible atribuir a la torpeza tan clara determinación suicida. Es inconcebible que el líder del PP no repare en las incontables señales que le advierten del abismo.

Desde el recuento de los votos el pasado domingo, los populares parecen haberse entregado por completo a los brazos de la izquierda dando la espalda al único socio posible en Castilla y León con quien podrían pactar sin mancharse con nada salvo los insultos de un partido socialista y otro comunista que tienen el dudoso honor de ser el primer Gobierno que lava la sangre aún fresca de las manos que en su día apretaron el gatillo en la nuca de más de 800 españoles. El mismo PSOE y Podemos que esta misma semana se han negado a aprobar en el Congreso una proposición del partido que hoy se muestra genuflexo ante ellos para que se prohibieran los homenajes a etarras, una votación que, por contra, sí fue apoyada por el partido de Abascal.

El presidente del PP parece escuchar en su cabeza un «¡con Abascal, no!» que sus votantes no han pronunciado hasta ahora y que probablemente no clamarán jamás, precisamente porque éstos son en buena parte exvotantes de un PP descafeinado que podría apoyarse en Vox para poder acometer las reformas necesarias para desalojar la Moncloa. Sería ésta una coalición que podría resultar en un enorme beneficio para ambos, una alianza con un adversario común y que ha demostrado en cada una de las elecciones poder servir de cobijo para muchos más españoles, al reunir bajo su paraguas a tantos que tienen claro que no votarán —o volverán a votar— al PP, así como a otros que nunca votarán a Abascal.

Esta simbiosis desvelaría si finalmente Vox no es más que la épica de sus discursos o si hay buenos gestores detrás; si, como aseguran en Génova, no es tan defensor de la Constitución como dice ser —más allá de haber sido el único en recurrir todos los estados de alarma—; si tantas diferencias hay entre ambos partidos; o, incluso, si Vox incurrirá en las contradicciones propias de un partido al tocar por primera vez el poder.

Casado tiene en su mano despojar a la izquierda de argumentos antes de las próximas elecciones generales, habiendo probado con un Gobierno junto a Abascal que las alertas antifascistas no son más que una quimera que lleva agitando una izquierda carente de discurso durante décadas.

Lo que verdaderamente atenta contra el juego parlamentario y la democracia en su conjunto es tratar a los votantes como parias sometidos a un discurso impuesto a la fuerza por la siniestra y que hoy los populares engullen. Un marco mental que hace al Partido Popular incurrir en una grave contradicción, y es que, si en Castilla y León piden gobernar a la lista más votada porque «es lo que los ciudadanos han dicho» y «el PP no quiere gobernar con ataduras», a uno le hace preguntarse por qué esta máxima no la aplicó el mismo Casado para ahorrar a toda España el ver a Iglesias, Junqueras y Otegi dirigiendo la Moncloa.