Poner fin de un portazo a hechos pretéritos no siempre es fácil. Las maneras de hacerlo, con mejores o peores resultados, son múltiples: borrón y cuenta nueva, arrepentirse y rezar por ser disculpado o simular que uno no metió la pata hasta el fondo. También se puede optar por abandonarlo todo y cambiar de barrio, ciudad, país o, incluso, continente.

Sean Thornton, uno de los personajes principales de El hombre tranquilo (1952), apuesta por esto último: marchar desde el bullicioso Pittsburgh a su antiguo hogar de nacimiento e infancia, Innisfree, bello pueblecito de la verde y católica Irlanda. Desde su llegada en un simpático tren de vapor, este «hombre tranquilo y pacífico» se enfrentará a variadas vicisitudes con los habitantes del pueblo. Las costumbres locales, las sospechas y envidias por el extranjero y las complicaciones para conquistar a Mary Kate Danaher por la negativa de su iracundo hermano son algunos de los sucesos de esta película dirigida por el talentoso John Ford.

La excelencia del largometraje invita a revisitarlo una y otra vez porque trata varias cuestiones de fondo, porque estéticamente es de color y paisajes maravillosos y porque es, en fin, una de esas obras maestras imperecederas del genio John Ford. Profundizar en cada uno de los temas sacados a colación en la película (el amor, los usos, la comunidad, la religión, etc.) alargaría este artículo enormemente. No es descartable, por tanto, que más adelante ahondemos en alguno de ellos en próximos artículos.

El que más interesa para este texto es el del regreso a un hogar. En cierta manera, también es un recomenzar. Si se me permite el símil, la historia de Thornton recuerda a la parábola del hijo pródigo: ese muchacho disipado que dilapida su herencia y decide regresar, arrepentido, a la casa paterna. Su padre, nada más verlo en el horizonte, se lanza a su encuentro para comerle a besos y abrazos porque su hijo estaba perdido y lo han encontrado.

Salvando las distancias, Thornton retorna también a la casa (familiar): Blanca Mañana. Vuelve asqueado tras su paso por una sociedad enseñoreada por los diosecillos de este mundo: un lugar estrepitoso dominado por sofocantes focos de luz que impiden diferenciar el día de la noche, un tiempo de escándalo que espolea a las masas a la actividad y ocio frenéticos, un mundo laboral asfixiante y deshumanizante donde el hombre es subyugado por la maquinaria y los medios de producción hasta el punto de tener que alimentarse «con acero y con lingotes de hierro tan candentes que hacen que uno olvide su temor al Infierno», como sugiere nuestro protagonista.

En Innisfree, hermoso paraje por la localización, la arquitectura local y los afectos y lazos comunitarios enraizados en una tradición compartida, dará con la respuesta a sus anhelos y terminará por reanudar su vida tras una serie de aconteceres con un final de lo más divertido y alegre. Recuerden: tras verla no podrán despegarse de la palabra «homérico».