Álvaro Domecq: una vida a caballo

Hizo del caballo andaluz un emblema universal y que entregó su vida a un arte que él entendía, ante todo, como una forma de respeto

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Ha muerto Álvaro Domecq Romero, último eslabón de una estirpe que unió campo, caballo y tradición hasta convertirlos en un lenguaje propio. Jerez es un poco menos Jerez. Con su muerte se cierra un capítulo fundamental de la cultura andaluza contemporánea: el del hombre que hizo del caballo andaluz un emblema universal y que entregó su vida a un arte que él entendía, ante todo, como una forma de respeto.

Fue rejoneador de estilo limpio, ganadero de principios firmes, fundador de la Real Escuela Andaluza del Arte Ecuestre y embajador de su ciudad, cuya identidad transformó para siempre. También fue, simplemente, don Álvaro: un caballero en un sentido que ya casi no se usa, porque nombra más una actitud vital que una condición social.

Raíces

Nacido el 8 de abril de 1940 en Jerez de la Frontera, creció en Los Alburejos, la finca familiar donde el caballo era escuela y el toro, patrimonio. Su padre, el mítico Álvaro Domecq Díez, le inculcó el rigor silencioso de la vida de campo: levantarse antes del alba, trabajar antes de hablar y comprender que la nobleza de un caballo o la bravura de un toro se responden con disciplina y respeto.

Aquel aprendizaje temprano fue la arquitectura moral de toda su trayectoria. Él mismo lo resumía así, sin alardes: «Mi padre me enseñó que el arte a caballo es, ante todo, una forma de respeto». No era una frase hecha: era una profesión de fe.

Rejoneador

Su debut como rejoneador llegó en Ronda, en 1959, y al año siguiente tomó la alternativa en El Puerto de Santa María, apadrinado por su propio padre, en una ceremonia que simbolizaba más una continuidad que un ascenso.

Pronto comenzó a destacar en todas las plazas de España, Portugal y México. Su estilo era sobrio y puro, ajeno al artificio, basado en una comunicación íntima con el caballo. Toreaba —dicen las cuadrillas— como quien conversa con un viejo amigo. Y esa comunicación casi mística la explicaba él con una sencillez asombrosa: «El caballo es el animal más noble que ha creado Dios».

Formó parte de la generación conocida como los Jinetes de la Apoteosis, junto a Ángel y Rafael Peralta y José Manuel Lupi, que modernizó y dignificó el rejoneo en los años setenta. Entre sus éxitos queda para la historia su salida por la Puerta Grande de Las Ventas en 1983, una tarde de aplomo y temple que consolidó su prestigio. Se retiró de los ruedos en Jerez, el 12 de octubre de 1985, cerrando el círculo donde lo había abierto.

Torrestrella

Más allá del rejoneo, su apellido quedó ligado a uno de los hierros más relevantes de la segunda mitad del siglo XX: Torrestrella. Con él defendió una idea de bravura seria, íntegra, sin concesiones. «El toro bravo es un milagro. Sólo debemos conservarlo y respetarlo». Caminaba entre sus toros como quien pasea entre viejos conocidos, consciente de que la ganadería exige paciencia, memoria y una responsabilidad que se transmite de generación en generación.

Crió Torrestrella en Los Alburejos hasta 2020, cuando puso fin a una etapa que había sido, para muchos, sinónimo de la personalidad del toro jerezano.

Un sueño

Pero si algún legado definió su vida pública fue la Real Escuela Andaluza del Arte Ecuestre, fundada en 1973. Todo comenzó con un premio, el Caballo de Oro, que recibió en aquellos años. Para la ceremonia ideó un espectáculo nuevo, elegante y riguroso: Cómo bailan los caballos andaluces. Lo que entonces era una presentación casi improvisada se convirtió en el germen de la institución que años después proyectaría a Andalucía en todo el mundo.

Domecq negoció personalmente con el Ministerio de Turismo la compra del Palacio del Duque de Abrantes para instalar allí la sede de la escuela. Durante más de dos décadas la dirigió con una mezcla de disciplina y sensibilidad que marcó para siempre su estilo: enseñanza clásica, doma vaquera, excelencia técnica, respeto a la tradición y un lenguaje visual que solo podía nacer de Jerez.

El espectáculo se convirtió en un icono cultural. Jerez pasó a ser capital ecuestre internacional y miles de visitantes descubrieron en él una forma de belleza que unía precisión centroeuropea y emoción andaluza. «No quise crear un espectáculo; quise mostrar un sentimiento que Andalucía lleva en la sangre», dijo una vez. Probablemente tenía razón.

Reconocimientos

Su vida no fue sólo campo, caballo y toro. También tuvo un fuerte compromiso con El Rocío, donde llegó a ser hermano mayor de la hermandad de Jerez en los años setenta. Impulsó proyectos vinateros y turísticos que integraban identidad, paisaje y cultura. Participó en iniciativas benéficas y culturales, casi siempre con discreción, movido por un sentido íntimo de pertenencia.

Recibió multitud de reconocimientos: Hijo Predilecto de Jerez, Medalla de Andalucía, Caballo de Oro, la Medalla de Oro de la Asociación de Escuelas Taurinas, el Premio Ferrer-Dalmau de la Academia de la Diplomacia, galardones de SICAB, del Clúster Turístico de Jerez y el nombramiento como Embajador de la Provincia de Cádiz, entre otros muchos.

Pero ninguna de esas distinciones lo definía. Cuando le preguntaban por ellas, solía quitarles importancia con una naturalidad que desarmaba: «He tenido la suerte de vivir cerca de lo que más quiero: mi familia, mi tierra y mis caballos».

Despedida

La noticia de su muerte ha despertado un pesar profundo en Jerez. La alcaldesa, María José García-Pelayo, lo expresó con sencillez al anunciar su fallecimiento: «Vamos a echar muchísimo de menos a Álvaro Domecq Romero». Y la afirmación no es retórica: para la ciudad, su figura era una de esas presencias silenciosas que sostienen una identidad colectiva sin necesidad de estar siempre en primer plano.

Jerez despide no sólo a un rejoneador irrepetible, ni a un ganadero innovador, ni al fundador de una de las instituciones ecuestres más importantes del mundo. Despide a un símbolo: un hombre que entendió que la tradición no es un museo, sino algo que se vive, se transmite y se custodia. Su legado seguirá en cada jinete formado en Abrantes, en cada caballo que ejecute un piaffe en la pista azul, en cada toro de Torrestrella que embista con la bravura limpia que él defendió. Y, sobre todo, en una ciudad que encontró en él a uno de sus mejores intérpretes.

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