Más allá de números, del poder de convocatoria de la manifestación en Colón, el asunto de fondo es el que se debe rescatar. Hay cosas que están pasando. Cosas, por decirlo de alguna manera. En realidad, lo que sucede es que la gente está perdiendo la paciencia con el impresentable y triste gobierno de Sánchez.
Visto desde fuera, una movilización de la sociedad civil como la que Madrid atestiguó, y cuya voz retumbó en más ciudades españolas, es un potente mensaje que cualquier ciudadano de a pie ha dado a La Moncloa. Una voz de claro descontento con actuaciones que ya rayan en lo incomprensible.
Efectivamente, la gestión del PSOE ha devenido en un período de errores sucesivos, que la pandemia se encargó de desnudar o de amplificar. Las medidas de asistencia social, de las que tanto se ha ufanado, han resultado insuficientes, o simplemente, inexistentes. Por ello, el mérito que pudo tener, en su momento, el presidente del Gobierno, es, ahora mismo, de suma cero.
Las medidas –acaso desesperadas– para mantener una legislatura que se desmigaja por dentro y que navega cada día en un mar de incertidumbre se manifiesta con un guiño tras otro a sus aliados, aquellos que no tienen reparo alguno en reconocer su intención de romper España ni a generar un clima de permanente agitación social. Un fenómeno que, ciertamente, no se ha visto desde el retorno a la democracia, en buena medida, gracias a la semilla sembrada por estadistas del talante de Suárez.
De ahí que se percibe que la lógica sanchista sea cada vez más inconsistente en sus fundamentos e incoherente en sus actuaciones. Se dice respetuosa de la Constitución y del Estado de Derecho, pero acto seguido, pese a la manifiesta oposición del Tribunal Supremo, coquetea sin sonrojarse con la posibilidad de indultar al golpismo catalán. Es solamente un ejemplo que ratifica lo dicho: mantener a flote la legislatura al costo que sea.
Pero no es únicamente esto. Levantando las alfombras, es evidente que con Sánchez se impuso la arrogancia y se dejó de lado la sensatez y el consenso en los temas de Estado. De allí en más –como dice el refrán, “quien con lobos se junta, a aullar aprende”–, el presidente en marras demostró aprender muy bien las argucias de sus aliados de Podemos. Entre ellas, pretender transmitir un áurea de superioridad moral e intelectual a todo nivel. Esa arrogancia presente que bien supo describir y analizar Jean-Claude Milner en un imprescindible ensayo.
Esto, de ninguna manera, es tener la altura de miras que España requiere. Es, por el contrario, síntoma de una ambición que corre el riesgo de tornarse endémica en el presente gobierno socialista. No resiste el menor análisis –de hecho, nunca lo resistió– tener como aliados de la legislatura al secesionismo catalán y a los voceros del ideario bolivariano-ibérico.
Ante esto, son cada vez mayores los signos de descontento. No es únicamente un desacuerdo con una determinada medida de gobierno. Esto no va de discrepar con la concepción de la economía que tenga La Moncloa. No. Es algo que está comenzando a despertar, si no ha despertado ya por completo. Es el rechazo a la continua erosión del Estado de Derecho, de la concepción amigo-enemigo en el manejo político, de la continua búsqueda de culpables –rara vez Sánchez se ha hecho cargo de un error.
Lo de Colón es, sin duda, la protesta ante la inverosímil subrogación de la confrontación y el mezquino cálculo en contra de la concordia y el respeto. Es una voz que se alza y que no se identifica con partido político alguno. Es un llamado de atención transversal, del que se apropia quien que entiende que, más allá de diferencias ideológicas, hay líneas rojas y mínimos que se deben respetar.