En tiempos controvertidos para las monarquías europeas, la decisión del príncipe Alberto II de Mónaco de vetar la ley que pretendía legalizar el aborto en su país ha sorprendido a muchos. Sin embargo, el hecho no es más que una expresión coherente de lo que significa ser jefe de Estado en una monarquía constitucional con poderes efectivos. Y un ejemplo de responsabilidad institucional comparable —con matices— al famoso episodio del rey Balduino de Bélgica en 1990.
El príncipe de Mónaco conserva una serie de prerrogativas reales que forman parte integral del equilibrio institucional del país. Entre ellas, una facultad decisiva: las leyes no pueden entrar en vigor sin su firma. Esto no convierte al monarca en legislador, pero sí en garante de que las normas aprobadas respeten la identidad histórica, moral y constitucional del principado. El orden jurídico, las instituciones y la cultura social de Mónaco reposan sobre su identidad católica. Cuando el príncipe afirma que la reforma sobre el aborto no es compatible con «lo que somos», no habla desde la imposición moral, sino desde la defensa de un marco constitucional-cultural que él tiene la obligación de proteger.
En Bélgica, donde el rey no puede vetar leyes, se declaró la «imposibilidad de reinar» de Balduino durante 36 horas, de modo que el Gobierno promulgó la ley del aborto sin él. Bélgica no pudo forzar al monarca a traicionar su conciencia. Incluso un rey con poderes puramente simbólicos conserva una dimensión moral que las instituciones deben respetar. Desde España miramos con envidia cómo en otros países la monarquía aún cumple una función real: ser la última instancia que vela por la naturaleza profunda del país, los guardianes del alma de sus naciones.


