A finales del siglo pasado en nuestro país muchísimos veinteañeros habían leído en un momento u otro de sus vidas el Diario de Ana Frank, el testimonio de la vida de una niña judía durante la Segunda Guerra Mundial, que, como tantas otras víctimas del Holocausto, fue forzada a vivir ocultándose del régimen nazi. Con su prosa sincera y su profunda reflexión sobre la condición humana, una adolescente que moriría poco después en Bergen-Belsen logró crear una obra que tocó las fibras más profundas del ser humano. No solo solía exigirse en los currículos de secundaria; era casi un rito de paso al que apenas se sustraían quienes no leían nada de nada. Un libro breve, accesible, corriente y a la vez dramático y con una protagonista de nuestra talla: un libro hecho para nosotros.

Hoy, sin embargo, es rara la persona de la misma edad que lo ha leído. Sobre las razones no hace falta insistir demasiado. No son generacionales respecto a la historia, porque igual de lejos nos pillaba Ana a nosotros, sino las de la distracción, la desaparición de los libros (si no de iure, de facto) en la escuela o el hogar o el abuso de los dispositivos móviles. Incluso quienes pasan por él a menudo lo hacen mediante versiones resumidas o adaptaciones que no reflejan la complejidad y la profundidad del texto original. El Diario es mucho más que una simple narración de los horrores del Holocausto; es también una ventana hacia la historia de la humanidad en su momento más oscuro y una lección fundamental sobre los peligros del odio, el racismo y la intolerancia. Ana Frank no solo documentó su sufrimiento y el de su familia, sino que también exploró la esencia de las relaciones humanas, las tensiones emocionales que surgen en situaciones extremas y las dudas existenciales que todos enfrentamos en ese convulso tránsito que supone la adolescencia.

El contraste es mucho mayor con los jóvenes lectores que crecieron en el contexto de la posguerra a quienes el Diario no solo les ofreció una lección sobre la historia, sino también una oportunidad para reflexionar sobre el mundo y sus propios principios. Siguiendo a la joven Ana en sus peripecias aprendían sobre la importancia de la solidaridad, el coraje y el respeto a la dignidad humana con la verdad profunda de saber que era real su protagonista. El libro les sirvió como espejo, mostrándoles las contradicciones y vulnerabilidades humanas, algo vital para su desarrollo sentimental y moral.

Es por esto último que el libro les hace más falta a nuestros jóvenes que a los de la posguerra. Uno de los aspectos que más chocan en la juventud actual (por término medio) es la impericia sentimental. Por supuesto, todos los adolescentes han sido torpes en este sentido; pero la torpeza actual llama más la atención al compararse con otros aspectos en los que sí se ha avanzado, como las conquistas sexuales. Hoy no es raro ver como la misma persona combina la impudicia sexual con un pudor sentimental exagerado. Uno de los aspectos más destacados del Diario es la capacidad de Ana para expresar sus sentimientos y pensamientos más íntimos. No solo alcanza esa capacidad a sus afectos —su amado Peter—, también incurre en un ardiente amor a la vida. A través de sus palabras, los lectores adolescentes podían experimentar de primera mano la experiencia de alguien que no solo está enfrentando la persecución, sino que también está tratando de encontrar un sentido a su existencia y a sus relaciones; y aún pueden, si es que lo leen. Por supuesto, este juicio es extensible a sus mayores, pues nunca es tarde para pasar por este libro mágico y mollar.

Para muchos jóvenes, Ana Frank representaba una figura con la que podían identificarse. La adolescencia es una etapa de descubrimiento personal, de lucha por encontrar un lugar en el mundo, y el hecho de que Ana compartiera esos mismos temores y ansiedades, aunque en un contexto distinto, les ofrecía una forma de conexión emocional profunda. La lectura de las reflexiones de esta chica holandesa les enseñaba sobre las tensiones familiares, los dilemas éticos, la necesidad de pertenecer a algo y, sobre todo, sobre cómo la compasión juega un papel esencial en la comprensión de las vivencias ajenas. Cada una de sus pequeñas aventuras, vivida con la espada de Damocles de ser descubierta y afrontar una muerte segura, nos acercan a un mundo de injusticias y sufrimientos que invitan a la rebeldía.

Uno de los aspectos más valiosos del Diario es la forma en que Ana narra su propio proceso de maduración individual. A pesar de las circunstancias extremas, no deja de reflexionar sobre su evolución como persona, sus errores y sus aciertos. Esta capacidad de autoobservación, tan propia de la adolescencia, ofrece a los jóvenes una guía para comprender sus propios sentimientos, especialmente en una etapa de la vida marcada por los cambios y las incertidumbres. La joven escritora se nos muestra dubitativa, real y vulnerable; no cuesta pensar que vivir esa experiencia a su lado puede evitar unos cuantos psicólogos y ansiolíticos. Ahora que hay tanta gente incluso o los cuarenta y los cincuenta «reinventándose» —cuando lo que necesitan es madurar—, las experiencias de Ana y su cálida prosa superan con mucho a las aportaciones de cualquier coach de tres al cuarto.

En muchas ocasiones, los adolescentes se enfrentan a la presión de adaptarse a expectativas sociales, familiares y académicas. La historia de Ana, su lucha por ser ella misma en medio del caos y la opresión, les muestra que es posible crecer y aprender de las dificultades. Ella no era una simple víctima del sistema, sino también alguien que, valiéndose de su diálogo interior escrito, se enfrentaba a sus propios demonios. Su libro nos recuerda la importancia de la introspección y la autoaceptación cuando construimos nuestro carácter. Además, el hecho de que fuera capaz de reflexionar sobre la muerte y el sufrimiento, a pesar de su corta edad, nos muestra que la vida tiene un propósito que rebasa lo superficial y prosaico. La obra no solo es un llamado a la memoria histórica, sino también una invitación a la reflexión sobre lo que nos importa y sobre la importancia de la fortaleza frente a las adversidades. La literatura no es milagrosa, ni un fármaco: pero su valor constructivo, si no seguro en todos los casos, sí está en muchos otros fuera de toda duda, de modo que cabe decir que si la leyera más también nos ahorraríamos algún que otro suicidio.

El Diario, que alguna vez fue un hito literario y educativo, ha sido reemplazado por textos de fácil consumo, más orientados a la fantasía, el entretenimiento o temas contemporáneos que a veces carecen de la profundidad ética, histórica y emocional que ofrecía el testimonio de Ana Frank. Constituye, en concreto, una afrenta, haberlo sustituido por cosas como El caballero de la armadura oxidada, una bobería naif y sosa. Lo que se pierde en este cambio es una comprensión profunda de la condición humana y la capacidad de entender a quienes han sufrido injusticias a lo largo de la historia o las sufren ahora. Se sustraen al joven lector experiencias reales de primera mano sobre la libertad y la dignidad humana y la necesidad de defenderlos incansablemente. Además, el libro ya no se les ofrece como una forma de confrontarse con la realidad de que el odio, la discriminación y la intolerancia siguen existiendo en diversas formas en su mundo; cosas de la sobreprotección, supongo. También tendríamos menos bullying si este libro volviera a leerse masivamente.

La lectura del Diario de Ana Frank sigue siendo una forma poderosa de conectar con nuestra humanidad y una historia que nos concierne a todos. Son los mismos que van llamando «nazis» a todo quisque quienes han contribuido a que los jóvenes ya no toquen este drama con el nazismo real de fondo. En un mundo donde las tensiones sociales, el extremismo y las desigualdades continúan siendo un desafío, el testimonio de la chica judía sigue siendo una llamada urgente a la reflexión y al cambio. La construcción del propio carácter puede y debe ser una aventura maravillosa, para lo cual necesitamos conseguirnos las mejores compañías, entre las que siempre estará nuestra querida Ana.

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com