La persecución de los cristianos es hoy una de las formas de violencia religiosa más extendidas y sistemáticas del planeta. Sin embargo, sigue siendo una de las menos visibles. Mientras determinadas tragedias concentran portadas, declaraciones solemnes y movilizaciones emotivas, otras —mucho más constantes y letales— pasan casi desapercibidas. Entre ellas, el exterminio cotidiano de comunidades cristianas en África, Asia u Oriente Medio. No por falta de datos, sino por falta de interés.
Esta asimetría no es casual. Responde a una lógica mediática y política que decide qué víctimas merecen compasión y cuáles deben resignarse al silencio. En ese reparto moral, los cristianos parecen haber quedado relegados a la categoría de víctimas de segunda.
Cientos de millones de cristianos viven bajo algún tipo de persecución grave. En países como Nigeria, Pakistán, Afganistán, Corea del Norte o Myanmar, profesar el cristianismo implica riesgo real de muerte, secuestro o expulsión. En Nigeria, por ejemplo, miles de cristianos han sido asesinados en la última década por grupos yihadistas ante la indiferencia práctica de la comunidad internacional.
Sin embargo, estos datos apenas generan reacción. No hay grandes campañas, ni hashtags virales, ni vigilias retransmitidas en directo. La razón es evidente: esas víctimas no encajan bien en el relato dominante que los grandes medios —cada vez más homogéneos ideológicamente— han decidido promover.
Medios, agenda y víctimas «útiles»
Desde el ataque del 7 de octubre hasta episodios recientes en Australia, como el atentado de Bondi Beach, la cobertura mediática ha demostrado una capacidad notable para movilizar emociones cuando conviene activar una reacción política concreta. No se trata de minimizar ninguna tragedia, sino de señalar el doble rasero: hay víctimas que generan conmoción inmediata y otras que apenas merecen una nota a pie de página.
La ingeniería social funciona así: se selecciona el hecho, se amplifica el marco emocional adecuado y se orienta la indignación hacia una agenda predeterminada. En ese esquema, los cristianos perseguidos suelen resultar incómodos. No refuerzan el relato dominante ni sirven fácilmente como herramienta de presión política interna en Occidente.
Siendo justos, si tuviéramos líderes realmente cristianos, llamarían o promoverían leyes contra el anticristianismo como rápidamente han promovido contra el antisemitismo (judío y árabe). Justo después del atentado en Australia, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu salió a amenazar a todo Occidente con represalias si no promovían más leyes contra el antisemitismo. ¿Y si llamáramos a una Cruzada global para defender a los cristianos? Seguro que entonces los cristianos pasaríamos a ser parte de los opresores y no de los oprimidos.
El caso Erika Kirk y la instrumentalización de la fe
Un ejemplo reciente ilustra bien esta dinámica de politización banal de las víctimas cristianas. La gira mediática de Erika Kirk, viuda de un cristiano asesinado a ojos de todo el mundo, resulta cuando menos desconcertante. Más allá del drama personal —que merece respeto—, llama la atención el mensaje que se proyecta: mayor preocupación por el auge de movimientos antiisraelíes que por el asesinato de su propio marido por razón de fe —o quizás por resultar demasiado peligroso incluso para sus propios mecenas—.
La escenificación se completa con apariciones junto a celebridades del espectáculo, como Niki Minaj, presentada ahora como voz moral y defensora de los cristianos perseguidos. El mensaje final apunta a una supuesta intervención estadounidense para proteger a los cristianos en todo el mundo. La pregunta aquí es obligatoria: ¿protección sincera o nuevo pretexto geopolítico?
No sería la primera vez que los Estados Unidos invocan causas nobles para justificar intervenciones estratégicas. Una presunta defensa de los cristianos podría convertirse en la próxima coartada moral para reforzar presencia en África o Asia, contener a China o Rusia y asegurar zonas de influencia. Si así fuera, los cristianos volverían a ser utilizados: primero como víctimas ignoradas, después como excusa instrumental. Y mientras, líderes mundiales seguirán sirviendo como anticristos.
La persecución de los cristianos no es un problema marginal ni un vestigio del pasado: es una realidad absoluta, sistemática y deliberadamente invisibilizada. Que millones de personas sean asesinadas, expulsadas o silenciadas por su fe mientras Occidente mira hacia otro lado no es un fallo informativo, sino una elección moral. El silencio de gobiernos, medios y organismos internacionales no es neutralidad: es complicidad pasiva. Y cuando la indignación se activa solo para determinadas víctimas, deja de ser empatía y se convierte en propaganda.
Los cristianos vuelven a ocupar el lugar más cómodo para el poder: el de las víctimas que no protestan, las que no queman calles, las que no encajan en el relato dominante y, por tanto, pueden ser sacrificadas sin coste político. Primero ignorados, luego instrumentalizados y, finalmente, utilizados como coartada geopolítica, pagan el precio de una fe que incomoda tanto a los fanatismos violentos como a las élites que prefieren no verla. La pregunta ya no es por qué se persigue a los cristianos, sino por qué tantos en Occidente han decidido que su sufrimiento no merece ser contado.


