Pongamos que hablo de inmigración, pongamos que hablo de libertad

Durante mucho tiempo el ciudadano de a pie observaba la realidad pero la callaba, se resistía a exteriorizar lo que pensaba porque creía entender que, en el fondo, no estaba bien

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La izquierda es, en su propia esencia, represiva. Es represiva tanto por naturaleza como por vocación y se podría decir que hasta por instinto. Su instinto, como su vocación, como su naturaleza, son liberticidas. Hay quien todavía le concede un pasado libertario, pero hacerlo equivale a falsear la realidad, a seguir edulcorando un pretérito siniestro con figuras mitológicas que, como tales, no existieron. Sé que no digo nada nuevo. Pero debo incidir en que, de igual modo que los mortales necesitamos respirar para vivir, la izquierda, en su afán de inmortalizarse, precisa de la represión para respirar. España es el mejor ejemplo de ello. La izquierda ama la represión en la misma medida en que odia la libertad, de ahí que se esmere tanto en reprimirla.

No me refiero a esa libertad presuntamente democrática que, por sistema se vuelve reductiva y por defecto inconclusa. Pienso en una libertad más amplia. Pienso en esa libertad que llama a la existencia, que nos dice que el hombre es libre por ser hombre y que, si bien cuando no es enteramente libre, no por ello deja de ser hombre, sin libertad queda, sin embargo, incompleto. El hombre libre observa la realidad y de esa observación extrae un pensamiento. Cuando desea expresar ese pensamiento, lo traduce a palabras que conceptualizan la realidad observada. La palabra nacida de la observación es pues el resultado de un proceso racional, coherente y cuerdo que le otorga la experiencia personal.

Durante mucho tiempo el ciudadano de a pie observaba la realidad pero la callaba, se resistía a exteriorizar lo que pensaba porque creía entender que, en el fondo, no estaba bien. Pongamos que hablo de inmigración. Le parecía que sus pensamientos no eran adecuados, y no eran adecuados porque no se adecuaban a lo que veía y escuchaba en los grandes medios, que luego reproducían los partidos —todos ellos— y más tarde replicaban vecinos, amigos o familiares. En otras palabras, tenía miedo a exteriorizar su verdad, y es que, si resultaba incómoda para él ¿cómo no habría de serlo para los demás?

El pensamiento estrecho se hace único

Esto tiene su explicación. En un un mundo cada vez más pequeño, cobra sentido que también el pensamiento tienda a la pequeñez. Si a raíz del consenso que siguió a la Segunda Guerra Mundial el pensamiento político «permitido» ya era lo suficientemente pequeño, quedando reducido, como infería Gonzalo Fernández de la Mora, a dos alas socialdemócratas, una confesa y otra velada, éste, en los últimos lustros se ha estrechado más si cabe.

A las élites globalistas los escasos matices que distinguían una y otra corriente se le antojaban inmensos; encogieron tanto el corsé del pensamiento que lo dejaron en los huesos: entonces el pensamiento se hizo único. El ala socialdemócrata velada (la derecha) se fundió en el ala confesa (la izquierda), o mejor dicho, aquélla fue absorbida por ésta. Si bien es cierto que la vieja dicotomía continuaba rigiendo en la retórica política e ideológica, de facto había fenecido.

Cada cuestión a tratar, da igual cuál fuera ésta, admitía un único punto de vista. Sólo uno. El debate quedaba amordazado y la libertad extinguida, toda vez que el punto de vista oficial, lo imponían —e imponen— unas élites invisibles a cuyo mandato e intereses se somete un obediente y no menos interesado vasallaje político y económico. A medida que se estrechaba el espacio de pensamiento admitido, se reducía el espacio de pensamiento libre, que por libre, como es lógico, no puede ser impuesto.

El «buen ciudadano»

El ciudadano de a pie, como es natural, no participaba de estas disquisiciones. Bastante tenía con llegar a fin de mes, con sacar adelante a su familia… Deseaba ser un buen ciudadano. Por eso, se sentía incómodo al pensar como pensaba. ¿Y qué pensaba? Que todo estaba mutando a su alrededor a una velocidad inaudita. No debía hacer grandes esfuerzos para comprobarlo. Le bastaba con cruzar el umbral del portal y salir a la calle. La fisonomía de su barrio había cambiado y a su juicio, había cambiado a peor; se sentía extraño en su propia tierra. La inmigración, y esto no era una opinión, había crecido de tal modo y en tan poco tiempo que resultaba invasiva.

Albergaba muchas y poderosas razones para disentir del relato oficial. No obstante, tenía miedo a hacer público su criterio. Creía que nadie compartiría sus puntos de vista y sabía lo que ocurriría si los hacía públicos. Le acusarían de racismo, aunque no lo fuera, pues nunca se le hubiera pasado por la cabeza defender una hipotética superioridad por razones de pigmentación. Le acusarían de xenofobia. Lo cual no era cierto, porque no odiaba nadie. Le acusarían de insolidaridad. Pero ¿acaso no pagaba puntualmente sus impuestos aun cuando buena parte de lo recaudado fuera a parar a los recién llegados?

Y, sin embargo, el acoso no se quedaría en eso. Le tildarían, además, de extremista, de ultraderechista, de fascista, y en el peor de los casos, hasta de nazi. ¿Cómo podía ser un nazi, él, que siempre había votado a una u otra corriente socialdemócrata? Las mismas, precisamente, que ahora estigmatizarían, de hacerlo público, su particular punto de vista. Ciertamente, no deseaba que le acusaran de aquello que no era, así que optó por el silencio.

Un relato maniqueo

Es obvio que la estrategia del poder se ha mostrado extremadamente eficaz. La imposición de unas cuantas etiquetas le han bastado durante mucho tiempo para anular el debate, para obtener el silencio atemorizado del hombre común. Se trata, lo acabamos de ver de un etiquetado sencillo, primario y, desde luego, viejo como la izquierda. Tanto como su relato, que no es menos eficaz.

Un relato manipulador fundado sobre bases maniqueas que, como el pensamiento, desfiguran la realidad reduciéndola a buenos y malos. La fórmula es simple: si piensas como ellos, eres tolerante, progresista y demócrata. O sea, bueno. Pero si les contradices, además de todo lo dicho, eres intolerante, reaccionario y antidemócrata. Es decir, malo y peligroso. Ahí empieza y termina su relato. No necesitan más.

Con esta simplicidad narrativa, el pensamiento único ha logrado que durante décadas millones de españoles se cosieran la boca. A decir verdad, no le importa cómo pienses siempre y cuando no te atrevas a exteriorizarlo. Porque la censura que ha perseguido, y durante mucho tiempo conseguido, es la peor de todas las censuras posibles: se llama autocensura. El miedo a la marginación inducía a la autoimposición del silencio.

¿Y si el miedo cambiara de bando?

El problema para el poder surge cuando el ciudadano común se da cuenta de que su opinión no es tan minoritaria como pensaba, que existe una mayoría silenciosa, cada vez más amplia, que comparte sus puntos de vista y que, si antes no lo expresaba con libertad, era porque temía la marginación que sucedía al estigma. Ahora las cosas han cambiado. Su pensamiento ha dejado de incomodarle, porque sabe que la razón y la libertad están de su lado. De igual forma, ha comprendido que quienes se dicen demócratas, no deben serlo tanto cuando, en nombre de la democracia, la conculcan de forma sistemática. A día de hoy, las etiquetas ya no paralizan ni sus pensamientos ni sus palabras.

El ciudadano ya no teme decir lo que piensa. El miedo, por primera vez en décadas, ha cambiado de bando. Ahora es el poder, ese poder que hace no mucho se creía eterno e inmortal, el que tiene miedo a perder su posición de privilegio. Es un hecho que su pensamiento único, en cuanto único, sólo puede ser totalitario, y si es totalitario, jamás podrá ser democrático. De ahí que, siendo inservibles ya los etiquetados, haya encontrado un nuevo instrumento de tortura para amordazar la libertad: lo denomina delito de odio. El nuevo coco de los poderosos. ¿Quién odia a quién? Pero esa es otra historia que habrá que contar.

 

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