‘Minority Report’: libre albedrío contra todo pronóstico

La búsqueda hollywoodense de un estilo imperceptible al servicio de una narrativa causal encontró en Spielberg quizás su versión más dinámica y magnética

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A finales de los noventa y hasta la crisis de las hipotecas subprime, Steven Spielberg estuvo en una de las mejores formas de su carrera. El director más famoso de la historia del cine firmó entonces Salvar al soldado Ryan, Inteligencia Artificial, Minority Report, Atrápame si puedes, la infravalorada La guerra de los mundos y Múnich. Hacía unos pocos años que Spielberg había dado un giro a su carrera con La lista de Schindler, cinta que le quitó el sambenito de director inmaduro que le había costado su enorme popularidad y que le permitió —o le incitó a— hacer películas más «serias». En Minority Report (2002) encontramos magnífico un híbrido entre cine policiaco y de ciencia ficción adaptado a la sensibilidad del director, un thriller sólido como el granito en todas sus facetas: como suspense, como película de acción, como distopía sobre el libre albedrío y como drama Spielbergiano sobre la búsqueda de unidad familiar.

Corre el año 2054 en la ciudad Washington, en los Estados Unidos, cuando gracias a la implantación de un sistema policial de predicción de homicidios los asesinatos han desaparecido por completo en la capital. PreCrimen es capaz de ver el instante futuro en que una persona va a matar a otra, permitiendo que la policía se adelante al hecho, detenga al futuro criminal y le coloque una aureola que le sume en un estado de inconsciencia por el resto de su vida.

Las visiones de lo que vendrá le son dadas al sistema por la mente colmena de los precog, tres jóvenes huérfanos cuyos padres toxicómanos se engancharon a una potentísima droga que mutó a sus vástagos concediéndoles el poder oracular. Los precog viven suspendidos en un líquido lechoso y conectados a una máquina que registra sus pensamientos, seres sin pasado ni presente que habitan en futuros que no sucederán.

Las incómodas cuestiones morales de tenerlos allí o de apresar a un individuo que todavía no ha hecho nada se esquivan porque los precog salvan vidas y sus visiones infalibles. ¿Infalibles? Bueno, casi. Cada cierto tiempo los precog disienten y el más dotado de ellos, una chica llamada Agatha, genera una visión alternativa o «informe en minoría» que ofrece un futuro distinto a las siempre coincidentes visiones de sus dos compañeros varones. Estos informes en minoría a veces contienen imágenes en los que el crimen no se comete, pero nadie sabe de su existencia.

Tampoco el espectador hubiese sabido nada de los informes si no fuera porque el mismo el jefe de policía que coordina PreCrimen es acusado de asesinato venidero y se ve obligado a indagar en la mente de los precog para demostrar su inocencia. John Anderton, un policía de homicidios atormentado por la pérdida de su único hijo, cree ciegamente en el sistema, al que ve como única forma de evitar lo que él sufrió, pero PreCrimen le pone en el punto de mira y Anderton tendrá 36 horas para averiguar quién le ha tendido la trampa.

Toda esta compleja y bien hilvanada intriga sucede con el telón de fondo de un mundo futuro reconocible en la superficie pero poblado por una tecnología alienante que augura los males que vendrán si no espabilamos. Veintitrés años después de su estreno, los inventos de Minority Report han aguantado bien el tipo. El ubicuo lector de retina, por ejemplo, que identifica a un individuo allá donde esté (ya sea intentando acceder a un lugar restringido, subiendo al metro o yendo de compras), es un sueño húmedo intervencionista que China ya ha hecho realidad con su sistema masivo de vigilancia con cámaras de reconocimiento facial, ay. Y, ¿cuánto falta para que los drones sean arañas de metal y entren trepando en nuestras casas con la excusa de mirar el contador del agua o comprobar que efectivamente Menganito es el usufructuario de la vivienda?

Pero quizás la más icónica de todas las tecnologías presentadas sea el panel en el que Anderton examina las imágenes de las predicciones para dar con el lugar en el que se producirá el crimen —muy a conveniencia de la trama, los precog proporcionan el cuándo pero no el dónde para que la información parcial sea motor de suspense—. Frente a una pantalla curva, grande como la de un cine pequeño y traslúcida, Anderton se mueve en busca de pistas en las imágenes como un director de orquesta que tiene que encontrar la melodía en lugar de conducirla. El inspirado momento forma parte de la primera secuencia de la película, 15 magistrales minutos de cine —una película dentro de la película— en los que asistimos a una demostración del funcionamiento de PreCrimen: la predicción, localización y detención de un asesinato.

Sólo por ese comienzo merecería ser recordada Minority Report, pero la película mantiene el nivel y tiene un puñado de escenas memorables: la operación de ojos necesaria para cambiar de identidad, la redada de los drones araña, la pelea en la fábrica de coches y, especialmente, la ingeniosa evasión de la policía por parte de Anderton y Agatha en el centro comercial, donde la clarividencia de Agatha se adelanta a los movimientos de sus perseguidores y al ritmo de la vida del centro para, con los pasos justos, como una coreografía bien ensayada, perderse ella y Anderton entre la muchedumbre.

Spielberg dirige esas escenas con todo su buen pulso y su sentido único del espacio fílmico, un estilo que en su mejor exponente es de lo más inmersivo (hacer al espectador vivir una realidad falsa como si fuera auténtica) que ha dado el cine. Digno heredero de los grandes directores del Hollywood clásico, Spielberg hace gran uso del blocking (posición de los actores respecto a la cámara) y de los movimientos de cámara. Con objetivos angulares y gran profundidad de campo, el director construye esos planos seña de identidad en los que múltiples encuadres se dan el relevo (pasamos por ejemplo de un plano medio a uno general a un primer plano), hay información en toda la superficie de la pantalla (del fondo al primer plano) y vemos acción y reacción sin corte de por medio (un personaje dice o hace algo, y otro le pone tal o cual cara, en un mismo encuadre).

Incluso cuando el plano dura menos y hay poca profundidad de campo o el movimiento de cámara no es limpio (como en la escena del desembarco de Normandía en Salvar al soldado Ryan), la acción y lo que está en juego siempre permanecen legibles. La búsqueda hollywoodense de un estilo imperceptible al servicio de una narrativa causal encontró en él quizás su versión más dinámica y magnética, la más capaz del ideal de convertir la pantalla de cine en una ventana invisible al mundo de la historia y la mente de los personajes.

El aspecto de sus películas heredó también del Hollywood clásico y de su fotografía de bajo contraste, sin sombras duras, donde todo se ve limpio y los rostros brillan como iluminados por dentro. No fue hasta que empezó a trabajar con el polaco Janusz Kaminski, de nuevo en La Lista de Schindler, que eso cambió y Spielberg exploró otras posibilidades. A Kaminski le encanta el contraluz (iluminar a los personajes desde atrás hacia la cámara) y prefiere una imagen de sombras más pronunciadas y colores poco saturados. En Minority Report consolidaron un look futurista muy característico, con colores metálicos y agrisados, y un celuloide sobreexpuesto que deja las zonas de luz casi sin detalles y que a menudo da a los personajes un halo entre salvífico y condenatorio. Esa claridad era continuación del deslumbrante futuro de Inteligencia Artificial, la ciencia ficción que hicieron justo antes de ésta, y los colores apagados se acercaban al blanco y negro del film noir.

Aunque término de uso amplio, film noir aplica estrictamente al estilo que consolidaron una serie de intrigas policiales rodadas en Hollywood en los 40 y 50, claroscuras y fatalistas, de mundos corruptos y mujeres manipuladoras, cuyo personaje principal era generalmente un detective roto por la culpa de un pasado que le persigue. Minority Report cumple con varios de estos requisitos pero sin llevar hasta sus últimas consecuencias la fatalidad del noir. Ya sea sencillamente porque una producción tan cara no quiera acabar del lado de la tragedia, o ya sea porque a Spielberg no le gusten esos finales, Minority Report opta finalmente por un mundo menos sombrío. Y felizmente que así sea, porque gracias a tomar la ruta menos trágica la película eleva el material que adapta, convirtiendo una nihilista paradoja metafísica en una esperanzadora cuestión moral.

En el relato corto de Philip K. Dick en que se basa la película, PreCrimen es un sistema cerrado con únicamente tres futuros posibles que se generan en cascada en función de lo que el sujeto sabe (si conoce el primer futuro se genera un segundo, y si conoce el segundo, un tercero). Sin embargo, en Minority Report, aunque el futuro predicho es uno, existe una posibilidad abierta e independiente que ofrece al culpable una alternativa al crimen, alternativa que recoge la mente de Agatha en su minority report.

Frente a otra utopía humana, frente a otro sistema supuestamente perfecto que quiere librar al mundo del sufrimiento pero que se sustenta sacrificando inocentes, un informe en minoría, una vía de escape al infierno que el hombre se ha creado él sólo. Presentado así, Agatha es un portal a la divinidad, la grieta en el mecanismo sacrificial de PreCrimen por la que se cuela una milagrosa opción redentora. En la película existe el libre albedrío, esto es, una salida a la rebelde naturaleza humana, una salida al mal, y la prueba es un ser humano: Agatha. Difícil no ver en ella un trazo cristológico.

Es cierto que la trama no hace de esto una cuestión central —no podemos pedir peras platónicas al olmo hollywoodense y esperar que una película de Spielberg se enrede en teología o filosofía—, pero también es verdad las ideas planteadas tienen suficiente enjundia como para que el espectador se quede dándoles una vuelta una vez terminada la película. Minority Report es una superproducción adulta, entretenida e inteligente. No quedan muchas de esa especie.

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