Diego de Gardoqui: un bilbaíno universal

El diplomático pertenece a esa estirpe de hombres audaces y discretos que ayudaron a forjar los Estados Unidos sin esperar estatuas

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Hay personajes que la historia ha dejado caer entre los pliegues de sus páginas, como si no supiera muy bien dónde colocarlos. Habitan los márgenes de un pasado glorioso pero desconocido. A veces por discreción, otras veces por exceso de grandeza, y as muchas —en el caso español— por un acomplejamiento hereditario. Diego de Gardoqui pertenece a esa estirpe: un hombre que vivió a caballo entre Bilbao y Filadelfia, entre la casa familiar de comerciantes y los salones donde nacía una república. Un español que ayudó a forjar a los Estados Unidos sin esperar estatuas. Quizá por eso su figura, tan decisiva, sigue siendo desconocida para muchos.

Nacido en 1735 en una familia vasca dedicada al comercio atlántico, Gardoqui creció entre cartas de embarque, telas contadas por fardos y rutas que conectaban puertos europeos con las colonias americanas. Ese mundo mercantil no solo le dio oficio: digamos que le dio una mirada universal. Gardoqui aprendió idiomas, cultivó relaciones y entendió que el comercio es una sublime forma de diplomacia. Cuando las Trece Colonias iniciaron su desafío a Inglaterra, esa mezcla de visión política y habilidad logística convirtió a Gardoqui en una pieza clave de un engranaje que España movía con sigilo.

Mientras Francia recibía los honores por apoyar a los insurgentes, desde los almacenes de Bilbao salían mantas, telas para uniformes, botas, tiendas de campaña y armas que cruzaban el Atlántico bajo la discreta bandera española. Como veremos a lo largo de esta serie, la casa José de Gardoqui e Hijos fue la cara visible —y a la vez encubierta— de una red que facilitó créditos secretos, pólvora reexpedida desde puertos españoles y remesas de plata que sostuvieron la resistencia americana en sus peores inviernos. Sin el auxilio silencioso de los puertos bilbaínos, la independencia habría sido más pobre y, con total seguridad, mucho más incierta.

Pero Gardoqui, uno de nuestros españoles más universales, no se quedó en la trastienda de la logística. Cuando la guerra terminó, Carlos III comprendió que aquel comerciante políglota y hábil sería el puente ideal entre dos mundos que apenas empezaban a mirarse sin recelo. Entonces el monarca lo nombró primer representante de España ante la joven nación americana, y Gardoqui desembarcó en Filadelfia para abrir la etapa diplomática de su vida. Él fue nuestro primer embajador en los Estados Unidos.

Allí trató con Washington, Franklin, Jefferson y Jay. Asistió a la ceremonia inaugural del primer presidente de los Estados Unidos. Decoró su casa en Broadway en honor del nuevo país. Propuso tratados, negoció límites, defendió los intereses españoles y, al mismo tiempo, cultivó una amistad franca con los padres fundadores. Fue capaz de regalar cañones y, con la misma naturalidad, obsequiar a Washington con una edición de El Quijote, quizá el gesto más refinado de diplomacia cultural de la época.

Aunque definitivamente olvidado, el legado de Gardoqui es mucho y muy variado: comerciante que sostuvo una revolución, diplomático que representó a España en un terreno de ambiciones nacientes, mecenas cultural que impulsó la primera iglesia católica estable en Nueva York, anfitrión infatigable que supo mostrar la mejor cara de nuestro país en un tiempo decisivo. España jugó un papel clave durante aquellas décadas gracias a la audacia de Gardoqui.

Pero eso no fue suficiente. Su nombre no suena. O al menos no en España, donde apenas una calle recuerda a su familia. Recuperar su figura, por tanto, no es un ejercicio de nostalgia: es un acto de justicia. La historia de Diego de Gardoqui ilumina la dimensión hispana del nacimiento de los Estados Unidos y recuerda que la corona española también estuvo allí, en los muelles, en las cartas, en las negociaciones, y en la memoria íntima de quienes construían un país. Sirva esta serie de artículos para mirar con orgullo y agradecimiento el valor de este bilbaíno universal. Recuperar su legado es don y tarea.

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