Érase una vez un país tan, tan democrático que la situación política había degenerado en demagogia donde, por ejemplo, lo blanco era negro y el derecho de okupación tenía preferencia respecto al derecho de propiedad porque así lo habían decidido los democratísimos gobernantes.
Ante la metástasis de la corrupción del sentido común, un grupo de ciudadanos decidieron fundar una asociación de electores a la que denominaron Partido de la Señora Dictadora.
Hubo una gran controversia sobre si se podía dejar intervenir en el proceso electoral a un partido con tan dizque fascista título. Los fundadores alegaron que ellos estaban convencidos de que en un país donde lo blanco era negro y la gente aseguraba que hacía sol, aunque diluviase; el Partido de la Señora Dictadora sería el más democrático del mundo.
Los funcionarios que velaban por la limpieza del proceso electoral les invitaron a que presentaran sus propuestas antes de decidir sobre su derecho a ser elegidos. La dirigencia del partido no puso objeciones, pero pidieron sólo una cosa: que su exposición fuese en audiencia pública. Su ruego fue atendido.
El día fijado compareció una mujer cuyas características personales no vienen a cuento. Lo que llamó la atención fue que acudió sola. Ante la pregunta de por qué, la señora contestó que su partido tenía un único dirigente, ella misma, surgida de la elección democrática de sus simpatizantes. Ensimismados, los miembros del Ente Electoral escuchaban a la oradora cómo desarrollaba su programa de gobierno.
El primer punto, la suspensión de la actividad de los partidos políticos, incluido el suyo, durante los cuatro años que duraba su mandato. Los diputados y senadores salidos de las elecciones no tomarían posesión de sus escaños, pues el Congreso se constituiría con los miembros elegidos por las asociaciones profesionales y de trabajadores, según criterios estrictamente democráticos; y el Senado, con un puñado de sabios de reconocida auctoritas nombrados por la Señora Dictadora.
Siguió detallando que los alcaldes serían elegidos por los municipios entre el mejor de sus vecinos sin mediación de las listas de ningún partido político, pues los socios de estas organizaciones quedaban excluidos de cualquier institución estatal, aunque podrían seguir organizando sus comentados eventos de atracciones y alterne.
La Doña continuaba declamando de forma elocuente su plan de actuación sin titubeos ante un público que no se creía lo que llegaba a sus oídos. Terminó su discurso defendiendo el poder destituyente que los ciudadanos ostentan como suprema garantía democrática del pueblo, pues demostró que lo importante no era tanto la forma de elección de los políticos, como el hecho de que pudiesen ser destituidos por sus gobernados.
En suma, el Partido de la Señora Dictadora ofrecía, entre otras cosas, el fin de la polarización política y la división social de la que vivían los partidos durante sus cuatro años de mandato, la elección de los legisladores según criterios de representación gremial-laboral y mérito indiscutido, el nombramiento de los presidentes locales de forma directa por votación popular entre sus vecinos y la posibilidad de que todo cargo político fuese destituido a petición de la mayoría del cuerpo social que recibía sus órdenes.
El papel de la Señora Dictadora se reducía a ser la custodia del Estado anti partidos y el guardián de las libertades del pueblo contra los gobernantes a los que obedecía.
Puestos a deliberar, los burócratas concluyeron que el busilis estaba en discernir la radical diferencia entre democracia y Estado de Partidos que el Partido de la Señora Dictadora les había planteado.
El resultado de la decisión ya se lo contaré otro día. Sólo les puedo adelantar que no den nada por supuesto, que la suerte no estuvo echada.


