Hace unos días visité Roma rozando el stendhalazo. Otra vez. Un viaje para el recuerdo por muchas razones. Además, la ciudad eterna siempre despierta en uno una admiración trascendental, como del más allá, que aumenta en intensidad con cada viaje. No creo que nadie rechazase un viaggio a Roma: ni siquiera los más inclinados a quedarse en casa. Esos que prefieren un fin de semana de invierno abrigados por una manta en el sofá junto al calor de una chimenea. Un plan perfecto, con la salvedad de que la verdadera capital de Europa provoca los más grandes milagros: mueve a viajar a los más recalcitrantes.
Para este viaje, me he apoyado en un libro y dos películas. Roma desordenada. La ciudad y lo demás del diplomático y escritor Juan Claudio de Ramón, la estupenda Viaggio in Italia (1954) de Roberto Rossellini (la crisis de pareja de un matrimonio británico durante un viaje a Nápoles-) y la apasionada Stazione Termini (1953) de Vittorio de Sica (los vaivenes sentimentales entre una esposa madura y un joven italoamericano con la estación de tren romana de testigo). Realismo español y neorrealismo italiano.
El español escribe, como dice su prologuista Ignacio Peyró, no un libro de viajes, sino de paseos. Recomiendo encarecidamente leerlo con antelación para programar algunas de las visitas del autor. Le hicimos caso en no pocos lugares que aún desconocía: la Basílica de Santa Cecilia in Trastevere, Santa Sabina (en cuya puerta, tallada en madera de ciprés, se encuentra la representación más antigua del Crucificado (siglo V) que ha llegado hasta nuestros días), el Jardín de los Naranjos en el Aventino, un frontispicio de la entrada de una vivienda donde puede leerse DOMUS FAMILIE HISPANICE VACE (sí, aquí vivió una familia de origen español: el autor tiene una interesante teoría sobre cuándo llegaron y por qué), el cementerio acatólico (allí están enterrados personajes como Percy Shelley, John Keats o Antonio Gramsci, fundador del Partido Comunista italiano)…
Y, sobre todo, muchos de los pini di Roma que dieron nombre a la pieza musical de Respighi. Si hubiese podido tener más momentos de lectura (ese bien escaso por el que muchos de nosotros pediríamos un crédito de tiempo), habría leído con toda atención y detalle Paseos por Roma, de Stendhal: un regalazo de mis colegas de trabajo, que tienen los oídos bien abiertos en la oficina (o yo la boca demasiado grande, ay).
Si no recuerdo mal, mi tercera visita a Roma tenía, además, una particularidad con respecto a las otras ocasiones: de cicerone teníamos a una española romana por adopción. La ciudad, entonces, muta del romántico color ocre que todos imaginamos a un cierto toque gris propio de la rutina que nos engloba a todos en nuestros lugares de residencia. Ya no es «¡Roma!», sino «Roma…». Incluso la única ciudad que tiene latinajo por derecho propio puede ser vencida por la cotidianidad. El aura de belleza que desprenden para el turista las bellas capitales europeas existe para el residente en una versión mucho más atenuada. Roma, quizá, es una excepción: ni los defectos habituales de una gran ciudad hacen sombra a sus virtudes.
Pero, sin duda, una de las visitas que más deseaba en este viaje era conocer Cinecittà: el Hollywood italiano. En estos estudios fundados por Mussolini («el cine es el arma más fuerte», sostuvo con acierto, por considerarlo un eficaz instrumento propagandístico) se han filmado exteriores e interiores de algunas de las grandes películas no sólo del cine italiano, sino del cine mundial. Ben-Hur, Cleopatra, El tormento y el éxtasis, Quo Vadis, Gangs of New York… Sí, Scorsese también pisó sus decorados: no pocas obras maestras que han pasado a la posteridad hicieron uso de sus instalaciones en alguna fase de la producción fílmica. El complejo museístico, no obstante, deja mucho que desear: ya sólo las salas destinadas a homenajear a Fellini plantean dudas sobre si quien las diseñó admiraba realmente su obra.
Roma no se conoce bien sin patearla de norte a sur, de este a oeste, esperando encontrar en cada esquina una anécdota, una historia, un suceso… También creo que en cualquier viaje a Roma no debe faltar rendir visita de cortesía al enclave vaticano. Aquello lo cumplimos, lo segundo se nos quedó en el tintero en esta ocasión: no cruzamos la inexistente frontera, sólo la bordeamos. Si el tiempo es oro, en Roma es diamante. Para resarcirnos con la caput mundi tendremos que regresar más pronto que tarde en un cuarto viaje.


