‘Altamira, el origen del arte’: un documental en busca de la eternidad

Un repaso a las mejores películas del siglo XXI ahora que ha cumplido 25 años

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Altamira, el origen del arte (2018), una joya de hora y cuarto del pionero del cine documental español Jose Luis López-Linares, nos inquiere: ¿por qué existe el arte? ¿A qué necesidad responde? La película plantea la sempiterna pregunta valiéndose de uno de los más bellos y misteriosos ejemplos del primer arte de la humanidad: las pinturas rupestres de la cueva de Altamira.

Hace 15.000 años, el hombre que habitaba la tierra decidió pintar animales en cuevas. ¿Por qué? López-Linares nos sumerge en las profundidades de la tierra con rigor científico y alma de poeta para, antes que desarrollar una tesis, recitarnos un canto, antes que exponer un ensayo, contarnos el cuento del origen del arte.

Altamira narra tres historias en tres momentos en el tiempo, cada una de ellas con un estilo propio. Primero, la historia de las pinturas de bisontes, ciervos, renos y caballos que en recónditas cuevas nos legó el hombre del magdaleniense, un documental histórico con entrevistas a expertos que reconstruye un pasado remoto. Segundo, la historia presente, contemplativa, de una familia dolgan, pueblo nómada que vive del reno en el norte de Siberia y que es lo más parecido que podemos encontrar hoy a un hombre del magdaleniense. Y tercero, el corazón de la trama: una ficción sobre amor filial y devoción a la verdad que cuenta la historia de Marcelino Sáez de Sautuola, el arqueólogo y naturalista español que, junto a su hija María, descubrió e identificó las obras maestras del arte paleolítico halladas en las cuevas de Altamira.

Altamira, el origen del arte

El argumento central de las tres es que el arte no evoluciona, que nació formado ya en la edad de hielo. Para respaldarlo, por un lado se nos explica la complejidad técnica y la exquisita sensibilidad de las pinturas que decoran las cuevas y de los milenarios grabados en marfil y, por otro, se nos presenta a una familia dolgan como ejemplo de personas del tiempo de las pinturas.

La familia de Aleksei Churin, como el hombre que pintó las cuevas, es nómada, habita en la tundra y su forma de vida es el reno que pastorean (se visten con él, se alimentan de él, comercian con él, son enterrados con él). Amén de estas circunstancias, los Churin son en esencia una familia como cualquier otra actual. Del mismo modo, las pinturas de bisonte hechas con hematita y carbón podrían pasar por modernas; con trazos firmes y bordes difuminados, recuerdan a los maestros impresionistas. La conclusión es sencilla: el hombre que llamamos «prehistórico» no es distinto a nosotros y su capacidad creativa no era inferior a la nuestra. Pero las implicaciones son complejas: si el arte no evoluciona, ¿cómo nació? ¿Por qué? Si no evoluciona el arte, ¿evoluciona el hombre?

En la tercera historia, Marcelino Sáez de Sautuola comprende inmediatamente todo esto, es decir, la importancia artística, histórica y antropológica de las pinturas que ha descubierto. Por ello tendrá que enfrentarse a la incomprensión, cuando no a la calumnia, de una comunidad científica que en su soberbia decimonónica sólo entendió como dogma la teoría de la evolución. El origen de las especies de Darwin sirvió de excusa para toda una serie de prejuicios sociales y raciales que situaban al hombre de la revolución industrial en la cúspide de la creación. Las pinturas rupestres de Altamira desafiaban de frente que arte surgió con las civilizaciones avanzadas o que el hombre prehistórico era más animal que hombre, y fueron recibidas con escepticismo y desprecio. Sólo tras el descubrimiento en Francia, con Sautuola ya fallecido, del arte rupestre de las cuevas Combarelles y Font-de-Gaume, se reconoció la importancia de Altamira y la fundacional aportación a la ciencia de su descubridor.

La historia de Marcelino y su hija María, la de los dolgan y la del hombre del magdaleniense y las cuevas están maravillosamente trenzadas. El montaje consigue, gracias a una magistral economía narrativa, exponer muchas cosas y a la vez permitir que por las rendijas de la trama se cuelen los momentos de contemplación que son la luz del conjunto, su causa motriz. López-Linares y su montador Pablo Blanco trabajan con mano hábil y firme, sin aspavientos, haciendo que parezca fácil lo más difícil: encontrar el ritmo del filme, el orden armónico que le pertenece a los distintos elementos que deben conformar la obra.

En las películas de López-Linares, la música escogida es el cimiento sobre el que se asienta no sólo el tono del documental sino este ritmo del que hablamos. En Altamira escuchamos el estupendo trabajo de Arturo Cardelús, que nos recuerda Arvo Pärt por su sencilla instrumentación y estructura y por una melodía como suspendida en el tiempo. Y escuchamos una pizca que Johann Sebastian Bach que le da el toque de pasión final al ánimo sereno y meditativo de Cardelús.

Altamira, el origen del arte está, propiamente, narrada desde la perspectiva de una niña, María Sáez de Sautuola. Si la intención es arrebatar al espectador del misterio que se esconde tras la belleza de las pinturas, no hay mirada mejor que la de un niño, porque nadie se asombra ante lo bello o lo desconocido como lo hace un niño. A lo largo de su filmografía, López-Linares ha destilado siempre esa curiosidad que es propia de la infancia, cuando todo en el mundo es nuevo. Él no mira como erudito (aunque lo sea), sino como un apasionado neófito que conserva en su alma la cándida capacidad de maravillarse que todos tenemos de niños y que la mayoría vamos perdiendo al crecer. No tiene intención de explicarnos nada, mucho menos de aleccionarnos, quiere compartir con nosotros su fascinación.

Caben aquí un par de notas sobre el cine de López-Linares visto desde dentro, ya que el autor ha tenido la suerte de colaborar con él en varias ocasiones (no en Altamira, ojo, donde no participó), que pueden ser de interés para entender su obra.

El cine de López-Linares no está pendiente de una coherencia interna o lógica artística, como por ejemplo el de Bresson. No quiere presentar un estilo que guarde relación con una idea previa de lo que debería ser la película, sino que se permite descubrir qué película quiere hacer en el proceso de hacerla, y la cohesión del conjunto surge de ese proceso, que es siempre nuevo. Sus películas no son el punto y final experto de un largo proceso de estudio sino el proceso mismo, el viaje que quiere que hagamos con él por un lugar que ha cautivado su imaginación.

Encontramos también una espontaneidad análoga cuando escoge los elementos que van a componer sus documentales. La música, los entrevistados, los temas que trata y hasta el equipo del que se rodea pueden venir de cualquier parte. Él no guarda prejuicios sobre los ingredientes de sus platos y le sirve cualquier cosa que le sirva a la película. Existen, por supuesto, similitudes entre un documental y otro porque la sensibilidad que hay detrás de cada uno es la misma; pero López-Linares no impone su personalidad o sus ideas a su obra, se deja llevar por su instinto y confía en que, al final, la película saldrá. Y, una y otra vez, así sucede: la Providencia favorece la confianza que él deposita en la llamada que sintió para contar una historia y le concede una obra lúcida y de una pieza.

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Altamira, el origen del arte es una película documental casi insólita en el cine de este siglo, una pequeña y discreta obra maestra, hecha con devoción y humildad, sobre uno de los grandes misterios del hombre. ¿Quién se atreve hoy con grandes temas? Y, si lo hace, ¿cuándo no desde el cinismo o la presunción? Al contrario del artista moderno, que en su modernidad no quiere saber nada de Dios y crea por «expresarse», impregnando así su obra de soberbia o de neuras, López-Linares hace Altamira sin altanería pero firme en sus convicciones, la hace emotiva pero no cursi, con los pies en la tierra y la mirada en el cielo. Su trabajo parece aspirar a los ideales del arte y del artista que Tarkovski definió en Esculpir en el tiempo, libro y cineasta de los que López-Linares es admirador confeso: «El arte nace allí y toma posesión en donde haya un deseo atemporal por lo eterno, por el ideal [ …]. En la creación artística la personalidad no se reivindica, sino que sirve una idea común más elevada. El artista debe ser siempre un esclavo tratando de reparar a perpetuidad el regalo [de su talento] que le ha sido milagrosamente otorgado. […] El artista es un instrumento de la divinidad, director de orquesta del mundo del espíritu».

En su circuito comercial, la película compartió el destino de la mayoría de los documentales y pasó prácticamente desapercibida. El mercado del cine está copado por las grandes distribuidoras y ganar visibilidad siendo un documental es muy difícil y caro, pero quizá una industria y sociedad españolas espiritualmente más sanas hubiesen hecho más por darla a conocer y por verla. Tal vez, claro, no sea una obra destinada a ser conocida, la Fama es una diosa caprichosa. O tal vez sea redescubierta algún día por unos ojos nuevos, ojos como los de María Sáez de Sautuola cuando vio por primera a los bisontes de las cuevas.

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