Cuando se habla de los grandes hitos de la arqueología mundial, suelen mencionarse Stonehenge, los restos del Imperio Romano o las pirámides de Egipto. Sin embargo, uno de los descubrimientos más trascendentales para comprender la historia de la humanidad se produjo en España, concretamente en Cantabria: la cueva de Altamira. Allí, hace más de 140 años, un hallazgo reveló al mundo que el arte no nació con Grecia ni con Roma, sino miles de años antes, en plena prehistoria.
La historia comienza en 1879, cuando María Sanz de Sautuola exploraba junto a su padre, Marcelino, un apasionado de la arqueología, una cueva descubierta años antes muy cercana a su casa en Santillana del Mar. Fue la niña, de apenas ocho años, quien se fijó en las figuras del techo: «¡Mira, papá, bueyes pintados!». Aquella exclamación inocente marcó un antes y un después en el estudio del arte paleolítico. Ante ellos aparecía un conjunto de bisontes, ciervos y caballos pintados con una maestría que parecía imposible atribuir a seres humanos de hace más de 15.000 años.
El hallazgo, en cambio, no fue recibido con entusiasmo. Muy al contrario: la comunidad científica europea, dominada entonces por el peso de la prepotente academia francesa, reaccionó con incredulidad y, en muchos casos, con burlas. Algunos expertos llegaron a acusar a Sautuola de falsificador, convencidos de que las pinturas eran demasiado perfectas para haber sido realizadas por hombres primitivos. Marcelino murió en 1888 sin haber visto reconocida la importancia de su descubrimiento. Sólo décadas después, a comienzos del siglo XX, nuevos hallazgos similares en Francia y en otros lugares confirmaron la autenticidad de Altamira y su valor excepcional. Al menos su hija María si pudo ver limpio, públicamente, el nombre de su padre.
El contraste entre el rechazo inicial y el reconocimiento posterior refleja no sólo los prejuicios científicos de la época, sino también una cuestión que sigue plenamente vigente: la dificultad de España para reivindicar y defender sus propios logros. Mientras Francia convirtió las cuevas de Lascaux en un emblema nacional, Altamira continúa siendo, para muchos españoles, un nombre ligado más al turismo escolar que a un patrimonio vivo y universal. Una nación sana y con verdadera autoestima tendría a Sanz de Sautuola y a su hija María como referentes cuyos nombres serían perfectamente reconocibles por todos los españoles. Pero no pasa sólo con los descubridores de Altamira, sino con otros centenares de españoles que deberían ser motivo de celebración y estudio pero que sólo ocupan, en el mejor de los casos, algún tramo en el callejero local del que desconocen la mayor parte de los transeúntes su motivación.
Incluso el cine, tan dado a rescatar grandes historias, ha reflejado esta falta de reconocimiento. En 2016, uno de nuestros actores más internacionales, Antonio Banderas, protagonizó la película Altamira, dirigida por Hugh Hudson, que narraba la historia de Sautuola y las dificultades que rodearon el descubrimiento. La trama reunía todos los ingredientes de un gran relato histórico: el hallazgo fortuito, la incomprensión, el drama personal y la reivindicación tardía. Sin embargo la película, que no es ningún bodrio sino todo lo contrario, pasó casi desapercibida en taquilla y por supuesto apenas generó debate cultural ¿para qué vamos a reconocernos positivamente en nuestro pasado si podemos vilipendiarlo y caricaturizarlo?
Altamira no es sólo una cueva con pinturas rupestres. Es un testimonio de que los seres humanos, desde tiempos inmemoriales, han buscado expresar ideas, emociones y creencias a través del arte. Es también un símbolo de la tenacidad de quienes, como Sautuola, defendieron la verdad frente al descrédito. Y, sobre todo, es un recordatorio de que España, tantas veces reducida a la ignorancia de una leyenda negra construida desde fuera pero asumida mansamente dentro, posee un patrimonio cultural y científico además de un valor humano e histórico que debe ser reconocido en toda su dimensión.
Reivindicar Altamira es reivindicar nuestra capacidad de asombro y de orgullo. Aquellos bisontes, pintados hace más de 15.000 años, siguen mirándonos desde el techo de la cueva, recordándonos que el arte es tan antiguo como la humanidad misma.
Reivindicar a los Sanz de Sautuola es reivindicar nuestra historia y sembrar futuro sobre las tierras y el legado que nos fueron entregados. Quizá lo único que falte sea que los propios españoles aprendamos, por fin, a mirar con la misma admiración con la que los visitantes extranjeros contemplan esas figuras… a quienes nos precedieron y las gestas que llevaron a cabo.


