El otro día, mientras veía una serie, me topé con una escena que me dejó pensando en lo perdidas que estamos las mujeres en este mundo que no me atrevo a llamar moderno, porque esto en el fondo es más viejo que el hilo negro. Una joven le confesaba a un hombre, con el que mantenía una relación, que estaba embarazada. Él, lejos de alegrarse, reaccionaba con ira y la dejaba sola, sumida en el desconsuelo y el miedo.
Al cabo de unos días, él se presentaba en su lugar de trabajo con una actitud resuelta, incluso contento: «Lo he pensado mejor y te voy a ayudar. Aquí tienes todos mis ahorros», le decía. En el rostro de ella asomaba una esperanza que había sido arrasada por el torrente de llanto días atrás. Por un instante, creyó que él quería a su hijo tanto como ella. Pero el dinero no era para cuidarlos, sino para «solucionar el problema en uno de esos sitios». La joven lo abofeteó y se llevó la mano al vientre con ese instinto protector de madre que se rebela en cuanto una sabe que está embarazada. En ese instante, supo con total naturalidad que la vida de su hijo era innegociable.
Aquella escena me removió porque me hizo pensar en cuántas mujeres hoy pasan por algo así. Sobre cómo se ha extendido la idea de que el aborto es un derecho reproductivo, un símbolo de libertad femenina. Pero ¿qué ocurre cuando ese supuesto «derecho» no es más que una coartada machista, una forma de dejar a las mujeres solas con la carga emocional, física y moral de una decisión que, demasiadas veces, no es enteramente suya?
El feminismo liberador está facilitando que algunos hombres eludan cualquier responsabilidad, delegando en las mujeres la decisión más importante de nuestra vida. ¿Y no serán ellas, tan empoderadas y «libres», quienes acaban resolviendo en favor del hombre que las desprecia?
En España, por cada tres nacimientos se registra aproximadamente un aborto. En 2024, hubo algo más de 322.000 nacimientos y unas 106.000 «interrupciones voluntarias del embarazo». Ambas cifras son, en distintos sentidos, estremecedoras.
Sí, también interpelo a esa mujer que, habiendo conquistado tantas libertades, antepone las necesidades del hombre que la abandona —o la ristra de excusas con las que intenta justificarse— a la vida de su propio hijo. Sé que no suena amable, tampoco es esa mi intención. Lo que busco es invitar a una reflexión a aquellas mujeres que están a favor del aborto: aquello que se presenta como un acto de libertad es, en realidad, la manifestación más clara de la fragilidad de la mujer contemporánea. No te consideran capaz ni válida para ser madre, de ahí que desde bien joven te hablen del aborto como un derecho fundamental para ti. Amiga, date cuenta.
He descubierto recientemente a la autora alemana Gabrielle Kuby, cuya obra La revolución sexual global: la destrucción de la libertad en nombre de la libertad ofrece una advertencia clara: la noción de «libertad femenina» ha sido manipulada con frecuencia para fines que, lejos de «emanciparnos», nos debilitan. Bajo ese barniz de autonomía, muchas veces no hay libertad real, sino más soledad y más dolor.
En otras épocas —verdaderamente restrictivas para nosotras— los hombres se desentendían de los hijos no deseados y las mujeres criaban solas o entregaban en adopción. Sigue ocurriendo en determinadas culturas. Hoy, supuestamente más avanzados, hemos necesitado banalizar el aborto hasta el punto de presentarlo como si fuera una intervención menor para que la mujer lo afronte sin culpa. Pero el aborto es acabar con una vida que late dentro de ti.
El modo en que muchas mujeres lo defienden —con exaltación emocional y escasos argumentos racionales— evidencia hasta qué punto la ingeniería social puede enajenar a millones de personas a la vez y conducirlas a comportamientos de una crueldad insoportable. Se ha convertido en algo habitual escuchar a algunas madres sentirse orgullosas «interruptoras voluntarias» de la vida de sus hijos. Creo, no obstante, que en la mayoría de ellas no se borra el latido del dolor.
Y mientras tanto, el otro hombre, el hombre bueno, el que desea a ese hijo desde el primer minuto hasta el último aliento, el que querría vivir por y para su familia… no tiene voz ni voto. El único hombre que sigue mandando es el que te deja el folleto de la Dator.


