Crímenes de lesa literatura

Esos libros que me han dado con el canto al volver. Los que si alguna vez se cuelan de nuevo en mi vida, será para calzar una mesa o tapar un enchufe roto

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Releer es, en ocasiones, un placer culpable; leer según qué cosas, un castigo inmerecido. Si Lecturas reincidentes era una confesión de amor por ciertos títulos que volvieron a mí como boomerangs literarios, hoy toca el reverso: esos libros que me han dado con el canto al volver. Los que si alguna vez se cuelan de nuevo en mi vida, será para calzar una mesa o tapar un enchufe roto. No son necesariamente malos libros —aquí hay premios, clásicos, best sellers—, pero conmigo no funcionaron, como el marisco para quien tiene alergia.

Madame Bovary, Gustave Flaubert (1856)

En teoría, una historia trepidante: señora casada conoce a señor, señora se aburre, señora decide buscar fuera lo que no encuentra dentro. En la práctica, para mí, fue como intentar correr una maratón con botas de plomo. Me lo impusieron en bachillerato, y quizá una cabeza de quince años no estaba para tanto adjetivo, tanto realismo y tanta lentitud. Lo intenté de nuevo de adulta, con el lóbulo frontal ya pagado y amueblado, y nada. Puedo tolerar que Tolkien me describa un helecho en cuatro páginas, pero a Flaubert le cojo urticaria al segundo párrafo. Tal vez la culpa no sea del libro, sino del calendario escolar, pero lo mío con Flaubert es imposible.

Nuestra parte de noche, Mariana Enríquez (2019)

Nada contra el boom de escritoras iberoamericanas, mucho contra este ladrillo. Lo que debería ser un cruce brillante entre dictadura, terror y realismo mágico termina convertido en un festival de te lo explico porque tú, lector, eres tonto. Escenas que parecen hechas para un comité de hashtags. Y cuando se pasa de frenada, cae en un barroquismo que pesa más que una trama que me caló tan poco que la he olvidado. Lo terminé por esa fe ciega que tenía entonces en dar a todos los libros la oportunidad de redimirse en la última página.

La cartuja de Parma, Stendhal (1839)

Y después de aquello, entendí que no todos los libros merecen llegar al final. La cartuja de Parma fue el primero que dejé en la cuneta. Si el síndrome de Stendhal se define como la emoción desbordante ante la belleza, yo inauguré su antítesis: me mareó el sopor. Página 456, y hasta ahí llegué. Tengo debilidad por los folletines decimonónicos, pero esto es una telenovela de sobremesa bien redactada. Stendhal me tuvo como rehén con diálogos que avanzan a la velocidad de un glaciar, intrigas palaciegas sin pulso y personajes que me interesaban menos que la alineación del Pucela. Cuando por fin lo cerré, sentí alivio. Y algo de rencor.

Mi año de descanso y relajación, Ottessa Moshfegh (2018)

Una niña pija, rica, boba y neoyorquina decide pasarse un año dormida gracias a una herencia generosa y un arsenal farmacéutico. Fin de la sinopsis. La protagonista duerme, y yo, incrédula, paso páginas esperando que algo —cualquier cosa— ocurra. No ocurre. Pretencioso, absurdo y perezoso. El libro perfecto para quienes confunden vacío existencial con arte contemporáneo. Solo me generó envidia: ojalá dormir doce meses seguidos, aunque fuera para olvidarlo

Las palabras justas, Milena Busquets (2022)

La señora está en todas partes: la regalan con la toalla de la piscina. Abrí este diario esperando algo de chispa, ironía, algo. Nada. Pasó por mí como el agua por un colador. Alguna frase resultona que se recicla bien en servilletero de bar de postín, y el resto, relleno. Tibio literario que te deja igual que estabas, pero con menos tiempo para leer otra cosa. Supongo que hay quien encuentra glamour en estas páginas; yo encontré una siesta sin sueño.

¿Qué dice de mí esta lista negra? Apenas un par de certezas: que no trago lo hueco, que no reverencio lo viejo sólo por serlo y que ya no me obligo a terminar lo que no merece mi tiempo. Este será el último desvío personal: lo imprescindible para dar contexto, nada más. Hasta aquí, el autobombo. Desde aquí, sólo libros.

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