Hace unos años un amigo me aconsejó empezar un diario. Me pareció buena idea. No siempre que dedicas un rato a teclear sale una columna decente. Pero siempre puedes escribir tu día. Contar que has ido a comprar un desodorante que no has encontrado, que te has tropezado delante de un grupo de chavales que se han reído de ti, o que una chica guapa te ha preguntado la hora y te has ido un poco más contento. Siempre puedes rescatar alguna perlita entre la arena de la jornada.
Empecé en abril del 2021. O sea que llevo cuatro años y medio y unas quinientas cincuenta páginas. He releído los primeros días, que coinciden con los últimos de la Universidad. Desde entonces he fallado pocos días a mi cita con el documento de Google. Más o menos se puede seguir el rastro de libros que he leído, chicas que han pasado de mí, amigos que he conocido y sitios donde he viajado.
El diario se llama Vivir tres veces. La primera vez es la vez que vivimos todos. La segunda vez es cuando escribes. Descubres de pronto detalles que habías pasado por alto. Te das cuenta de por qué se enfadó tu hermana o entiendes que el drama que imaginaste solo existía en tu cabeza. La tercera vez es cuando lo lees. Pueden haber pasado cuatro años o cuarenta. Las calabazas que te comiste con veintidós son graciosas con veintiséis. La bronca de tu jefe sigue asombrándote diez años después. Puedes revisitar el día que dejaste de fumar, la copa que termino de arruinarte una noche que tampoco iba muy bien, tu cuarto viaje a Roma… Es como una galería de personas, momentos y preocupaciones. En qué pensaba cuando no trabajaba o qué tenía en la cabeza cuando aterricé en Madrid… La prosa también va cambiando. Ahora escribo más directo. Si un chaval que aspira a escribir me pide un consejo (cosa que no creo que suceda) le diré que empiece un diario.
Hasta aquí mi articulito de la semana. Pero falta el punto espiritual. La primera parte del diario se llama Golpes que no me di. Al cabo de pocos días de empezar el diario me caí de la moto. Lo escribí en el diario y añadí una reflexión: «Dios me hace la zancadilla para que no me venga muy arriba». Pero enseguida me di cuenta de que a Dios no le hace falta hacer nada para que yo me estampe contra la realidad. Luego hablé con un amigo y entendí que Dios no solo no hace zancadillas, sino que muchas veces me salva de la zancadilla que me hace el mundo, el diablo o yo mismo. Entre las collejas que me he ido dando se pueden intuir los golpes que Dios ha parado. Además, Dios no para los golpes haciendo Kung Fu, sino poniendo su cuerpo en medio y recibiendo Él los golpes que merecía yo.