El materialismo lo contamina todo, también el lenguaje. Varias veces al año, cuando la posición de las festividades permite a los trabajadores beneficiarse de un pequeño puente, en los medios de comunicación informan del tráfico más o menos de esta manera: «Se calcula que en este puente se realizarán x desplazamientos». Aunque pueda pasar desapercibido para una sociedad que ha asumido plenamente su cosificación, palabras como «desplazamiento» o «trayecto» aplicadas al ser humano prueban que ya apenas se le distingue de la realidad física que le circunda. En otros tiempos se desplazaban los objetos, las máquinas, los cuerpos inertes, los planetas. En los ejercicios de matemáticas, por ejemplo, solía plantearse el problema de dos trenes que se desplazaban a distintas velocidades en sentido contrario, pues debíamos calcular cuánto tiempo tardarían en encontrarse y en qué punto exacto lo harían. En los libros de ciencias naturales se hablaba del desplazamiento del planeta tierra o de los satélites, así como de la trayectoria de los meteoritos y demás cuerpos celestes. Los cosas se desplazaban, seguían un trayecto; el hombre, en cambio, viajaba.
Se dirá que la palabra «viaje» es demasiado homérica para describir lo que hacen los hombres durante esos pocos días de asueto; que volver al pueblo o desembocar en la costa son acciones para las que no se requieren más que una o dos horas, donde apenas se recorren unos cientos de kilómetros, y que por lo tanto no pueden evocar correctamente la épica del viaje. Pero, en realidad, ni el tiempo ni el espacio tienen nada que ver con el concepto de viaje. Imaginemos que alguien dijera: «Para que un trayecto pase a considerarse viaje, deben recorrerse como mínimo 400 kilómetros». Una persona que escuchara esta exigencia arbitraria podría responder: «¿Por qué no 399? Al fin y al cabo sólo hay un kilómetro de diferencia». Y si el primero cediera y consintiera en llamar «viaje» al trayecto de 399 kilómetros, pues en efecto es ridículo afirmar que algo sea o no viaje por un solo kilómetro de diferencia, el segundo podría responder de nuevo: «¿Y por qué no 398? Al fin y al cabo sólo hay un kilómetro de diferencia». Por esta vía se llegaría en último término al descubrimiento de que no existe un mínimo de recorrido para considerar que un trayecto se ha convertido en viaje, pues cualquier cifra que se establezca puede reducirse nuevamente sin que la razón pueda alegar nada en contra.
Lo mismo sucede con el tiempo. Si se estableciera que todo viaje, para ser considerado como tal, debe ocupar al menos dos días de trayecto, es decir 48 horas, alguien podría replicar con razón: «¿Por qué no 47 horas? Al fin y al cabo, una hora da para poco, no puede ser muy decisivo para determinar si algo es un viaje o no». Y si se accediera a redefinir el término y a llamar «viaje» al trayecto que ocupa 47 horas, al momento volveríamos a escuchar la misma objeción: «Y por qué no 46 horas?», con lo que nuevamente, como en el caso del espacio, llegaríamos a la conclusión de que no existe un tiempo determinado que pueda señalarse como requisito mínimo del viaje.
Ciertamente, el cambio de lugar representa la condición para que podamos afirmar que estamos viajando, pero como también el trayecto o el simple desplazamiento comparten esta condición, habrá que buscar lo que caracteriza y distingue al viaje de los demás cambios de lugar. Y como en las dimensiones de lo externo no lo encontramos, como allí no se da ningún cambio significativo que justifique el cambio en el lenguaje, deberemos volvernos hacia el interior del hombre y buscar allí la transformación misteriosa que eleva un simple trayecto a la categoría de viaje.
Algo sucede en lo íntimo de nuestro ser, algo experimenta el alma para que sin previo aviso ni fenómeno visible que lo explique pasemos de constatar que estamos realizando un trayecto a la plena certeza de que estamos viajando. Sería inútil anotar en ese momento los kilómetros recorridos o el tiempo exacto que ha transcurrido para así establecer unos parámetros, como si toda persona que recorriera esa distancia o tardara ese mismo tiempo estuviera por ello viajando. De hecho, una persona que nos haya acompañado en el trayecto puede no haber tenido todavía la sensación de que está viajando, o puede haberla tenido antes, y en cuanto a nosotros, podríamos hacer el mismo recorrido en el futuro sin que se dieran las condiciones interiores del viaje.
¿Cuándo tiene lugar esa transformación inmaterial? ¿Cuándo traspasamos esa frontera voluble que separa al hombre movedizo del viajero? El trayecto se convierte en viaje cuando el hilo invisible que nos unía al punto de partida se rompe, dejándonos por un momento la impresión de que flotamos, de que estamos sujetos a otra gravedad. El trayecto se convierte en viaje cuando la armadura con la que nos hemos ido cubriendo en el diario batallar se resquebraja, se nos cae a trozos del alma, pues nos sentimos a salvo de las preocupaciones que diariamente asedian nuestra ciudadela espiritual. El trayecto se convierte en viaje cuando la nostalgia decide sorprendernos con un anticipo, cuando tenemos el presentimiento de que por siempre quedará fijada en nuestra memoria la sensación que en ese instante nos embarga y el escenario en que se está produciendo. Sí, es entonces cuando puede decirse que aparece el viaje, y sin embargo ninguno de esos «cuando» puede fijarse con precisión ni servir de criterio universal, pues depende por completo de cada hombre y de las combinaciones impredecibles de su mundo interior.
A nadie puede extrañar, por lo tanto, que el mundo moderno ya no sepa lo que es un viaje, pues al reducirlo todo al aspecto material ha perdido la sensibilidad para captar los elementos espirituales que lo hacen posible. Ve masas en movimiento, no hombres; ve organismos que se agitan, no personas que persiguen su felicidad; ve el equipaje externo, pero no el interno formado por sueños y esperanzas, miedos y decepciones, promesas y recuerdos. De ahí que el mundo moderno viva en una constante confusión y tan pronto llame «desplazamiento» a lo que es viaje, como «viaje» a lo que es mero trayecto. De ahí que muchos se hagan la ilusión de que han viajado mucho porque han recorrido mucha distancia, o porque sacaron su billete en una agencia de viajes, ignorando que ninguna agencia puede garantizar lo que ocurre en el arcano de cada individuo.
Sólo cuando volvamos a reconciliarnos con el hontanar de nuestra existencia, con ese intangible mundo interior que hemos descuidado al volcarnos por completo hacia la cara externa de la realidad, sólo entonces podremos volver a sentir aquel encanto primitivo que suscitaban en nuestra infancia las más insignificantes travesías. Todo volverá a recuperar su esplendor original, su faceta milagrosa, en cuanto dejemos de traicionar nuestra propia naturaleza.