Gracias, todo hay que decirlo, a Vox Cuenca, apenas un día después de la catástrofe que arrasó la Comunidad Valencia y parte de Castilla-La Mancha hace ya un año yo andaba embarrado en las calles de Mira. El partido rápidamente movilizó gente, recursos y furgonetas cargadas con material para ayudar a uno de los pueblos más afectados de la región, en el que se contó una víctima mortal. Un día después de aquella fatídica riada, Mira todavía apestaba a ese olor insoportable que deja la muerte. Dos días después Paiporta me recordaba también con su olor la desgracia.
De aquellas jornadas largas, de mucho trabajo y aún más solidaridad —bomberos, guardias civiles y demás voluntarios abarrotaban las carreteras, aún embarradas—, surgió un doble sentimiento compartido por todos los españoles: por un lado, de absoluta orfandad y abandono por parte de las instituciones, liadas en sobremesas y en plenos vergonzosos sobre consejos de administración; por otro, de absoluta admiración hacia aquellos cientos y miles de jóvenes que agarraron furgonetas y se plantaron donde más falta hacía. Sólo el pueblo español salvó al pueblo español. Y mi vida desordenada me permitió estar allí para verlo.
Los que tuvimos barro hasta las rodillas aquellos días podríamos escribir miles de páginas al respecto. De los llantos de tantas ancianas a la alegría de aquel matrimonio joven que encontró con vida a su hijo. Del dolor de tantos vecinos sin casa ni hogar a la sonrisa imborrable del que pudo salvar acaso alguna pequeña parte de su comercio. Recuerdo, entre tantas anécdotas, la felicidad inesperada de una mujer a la que encontramos en su segundo piso la bombona de butano que calentaba su bajo: aquella era una pequeña victoria en medio de la tragedia.
Una Iglesia en salida
Muchos voluntarios no abandonaron aquellos pueblos en mucho tiempo: Paiporta, Alfafar, Algemesí, Benetúser, Torrent, Picanya… cuántos durmieron aquellas jornadas en polideportivos respirando barro, sin descanso posible. Aquellos días yo tuve la suerte de alojarme en Valencia gracias a la generosidad de un sacerdote menudo y sencillo, de andar rápido y sonrisa permanente. Aquel sacerdote, rector del seminario valenciano, nos hospedó gratis a varios amigos. Después de ocho horas quitando barro, tener una ducha caliente, una cena casera y un rato de oración nos sirvió para no desfallecer.
Una mañana de tantas, mientras desayunábamos antes de que saliera el sol, nos saltó una notificación en el móvil: el Papa Francisco nombraba dos nuevos obispos auxiliares para Valencia, en un gesto de cercanía hacia la zona afectada. Nuestra sorpresa al leer el titular fue mayúscula. Ahí estaba el sencillo don Arturo, ahora monseñor, con su tostada y su naranja de mesa, desayunando con nosotros.
Con él entendí el verdadero significado de un pastor. Cada día madrugó con nosotros para celebrarnos Misa a primerísima hora, al tiempo que colaboraba en la gestión solidaria de la Iglesia. Como él, tantos sacerdotes que por fin entendieron aquella idea de «Iglesia en salida»: cuando el barro cubrió bancos, retablos y hasta sagrarios, en Cristos sepultados bajo escombros, la Iglesia salió a las calles a ayudar a los más necesitados. Las faltas de la sotana del padre Federico, teñidas de barro, aún dan muestra de ello.
¿Donald qué?
En medio de tantas dificultades, el mundo siguió girando, claro. Aquel martes 5 de noviembre eran las elecciones en los Estados Unidos. Donald Trump, frente a todos los pronósticos, ganó las comicios frente a Kamala Harris, pero eso nos dio igual. Yo, tan interesado por la política norteamericana, no tenía ni idea de que aquel día eran las elecciones porque, de hecho, no tenía ni idea del día que era. Nos daba igual.
En Paiporta, como en todas las zonas afectadas, se perdió la sensación del tiempo. Daba igual un domingo que un martes, unas elecciones que un golpe de Estado. Todo daba igual porque ahí estábamos cientos de voluntarios dispuestos a quitar barro. Tampoco es que hubiese una hora para comer, acaso una para empezar a trabajar. Mientras unos aprovecharon las primeras horas de sol, otros alargaban con linternas en la frente. Compartida la urgencia de actuar, ayudar al vecino, rescatar lo valioso y limpiar lo que aún pudiese salvarse. El mundo exterior se desvaneció. ¿Donald qué?
Así, una mañana de trabajo, en la calle Maestro Palau, junto al Auditori Municipal, rescaté del fango un billete de dólar que todavía conservo enmarcado en mi habitación. Aquel dólar embarrado me recordó en ese preciso instante que el mundo seguía girando, aunque en Paiporta el tiempo se hubiese detenido, y que a miles de kilómetros de distancia ocurría algo que, en el fondo, nunca me ha llegado a importar. A nosotros entonces solo nos preocupaba sacar agua y dar consuelo.
Revuelta y la España que no se resigna
Junto a la Iglesia y al tardío Ejército, los jóvenes de Revuelta protagonizaron la ayuda a los más necesitados. Estos voluntarios montaron en Silla un centro logístico que se convirtió en la espina dorsal de la ayuda civil. Cientos de jóvenes, coordinados por Pau, Elsa y tantos otros, llenaban las furgonetas cada mañana. Y aunque muchos embarraron la solidaridad con sus delirios ideológicos, a estos chicos les dio igual todo: ellos estaban para ayudar. Revuelta dio una lección, sosteniendo la vanguardia de la ayuda hasta que el Ejército —ya demasiado tarde— se hizo cargo de la situación.
A sus órdenes, con algunos amigos nos dimos cuenta de que no hacía falta tanto recoger barro como alimentar a quienes lo hacían. Aquellos días los bocadillos se acumulaban y las calles se convirtieron en un comedor social al aire libre. Así que una de aquellas mañanas me vi cocinando, ay, más de cuarenta kilos de pasta para los voluntarios de Paiporta. Pienso ahora en los chicos de bachillerato del colegio Retamar, que fletaron un tráiler entero de ayuda, y su agradecimiento a un plato caliente de macarrones con tomate. Pero esto no va de nosotros, claro, sino de aquellos que necesitaban ayuda y que, un año después, aún la siguen necesitando.
Abandonados un año después
Dicho todo esto, ya ha pasado un año. Y el barro, aunque ahora menos visible, sigue ahí. Sigue en los cajones vacíos de las casas que aún no se han reconstruido, en las ayudas que nunca llegaron, en los comercios que no han vuelto a abrir, en las palabras huecas de los plenos institucionales. Ni Mazón, ni Ribera, ni Bernabé, ni Sánchez estuvieron a la altura. Todos, de un modo u otro, se aprovecharon del dolor: unos para hacerse fotos, otros para firmar contratos. Hace tiempo que estos cuatro, en ese orden, deberían estar sentados en el banquillo de los acusados.
El barro, sin embargo, también quedó en las manos de quienes ayudaron durante aquellas largas semanas, y que todavía lo siguen haciendo. En esa huella generosa y desinteresada se guarda lo más puro de España: la caridad, la entrega, la gallardía y la dignidad del que se remanga sin pedir nada a cambio. Ésa es la lección que las instituciones no entienden: mientras ellas discutían responsabilidades y controlaban la televisión pública, el pueblo salvó al pueblo.
Un año después reina una triste resignación. Quizá un día Valencia recupere la normalidad o quizás nunca lo haga. Ahí quedan Lorca, La Palma y tantos miles españoles abandonados desde hace años, habitantes de unos contenedores de la vergüenza. Pero mientras haya quienes recuerden aquellas jornadas —los días del barro, en que España demostró lo mejor de sí—, no todo estará perdido. Porque, al final, como dijo aquel sacerdote menudo, «Dios también se manchó de barro».


