Que hay lecturas y lecturas es indiscutible, pues no se puede comparar a quien farda de devorar libros, pero sólo lee novela erótica al estilo de Cincuenta sombras de Grey o libros de autoayuda cutre con las frases más manoseadas de Mr. Wonderful, con quien se dedica a pasar las páginas de clásicos de la literatura o de ensayos sobre alguna rama del conocimiento como la economía o la filosofía. Sí, tal vez suene esnob, pero es algo que a estas alturas no me preocupa en exceso. Me dirán que es cuestión de gustos, y yo les diré que sí para evitar el conflicto, pero, así como un catador de vinos no alcanza a especializarse y a desarrollar al máximo sus sentidos bebiendo vino blanco de tetrabrik, un ávido lector tampoco es quien únicamente se dedica a acumular páginas leídas sin fijarse en la calidad de éstas.
Algo parecido ocurre con los títulos universitarios y, por ende, con la Universidad, ya que no es lo mismo que tu condición de universitario provenga de ser estudiante del Grado en Química a que lo sea por estar cursando el Grado en Estudios Socioculturales de Género. Habrá quienes vean en mi comparativa una suerte de superioridad intelectual, pero es que esto ya ni va de inteligencia, sino de que ser universitario no puede ser sinónimo de ser un chimpancé. Por desgracia, ya es un hecho que la Universidad ha pasado de ser aquel lugar donde se forjaban expertos en ciencias y letras a convertirse, una parte de ella, en la incubadora de los futuros destructores de esa misma ciencia. Y para muestra, un botón.
Ayer, mientras viajaba en tren, se sentó a mi lado una chica de unos veintitantos años que, a diferencia del resto de pasajeros que estaban con sus teléfonos, sacó su ordenador, sus apuntes, y se dispuso a estudiar. Hasta ahí bien, nada extraño. Sin embargo, como soy una curiosa, no pude evitar fijarme en aquello sobre lo que estaba trabajando. Así fue como pude leer, bajo el título La diversidad sexual en la actualidad: realidades y demandas específicas, unos apuntes sobre la clasificación de los distintos tipos de activismo en la materia: el activismo identitario estructuralista, por un lado, y el activismo anti identitario posestructuralista, por otro. Lo cierto es que entre tanta palabreja dirigida a dotar de rigor académico el asunto eché en falta la coletilla de «financiado por todos» que es la que terminaría por completar su definición y por hacerla más precisa.
Al cabo de un rato, tras haber ojeado distintas anotaciones, vi cómo la chica llegaba al final del temario donde le formulaban una serie de preguntas. Entre ellas se encontraba la siguiente: «¿Qué debilidades o tenencias equivocadas ves en el activismo relacionado con la diversidad de sexo, género y sexualidad?». Sinceramente, necesitaba compartir la fantasía que supuso presenciar en directo cómo escribía, quedándose tan ancha, que consideraba un obstáculo que desde la ciencia se tendiese a seguir con el tradicional binomio de sexo como si el sexo no guardase relación alguna con la reproducción y existiesen n tipos de gametos a gusto del consumidor. Para esa chica, los millones de años que llevan uniéndose una célula reproductora masculina con otra femenina —fusión de la que proveníamos todos los pasajeros del vagón e incluso ella misma— resultan algo totalmente irrelevante. Para esa universitaria, los hechos y la realidad no es que sean insuficientes, sino que se han convertido en sus enemigos a la hora de defender sus tesis.
Me gustaría haberle dicho que por mucho activismo que hiciese no iba a poder cambiar el hecho de que los seres humanos nos reproduzcamos de forma sexual —lo que tiene como consecuencia que el sexo sea binario— y no mediante un proceso de mitosis, pero no lo hice. Qué sé yo, tal vez ni tan siquiera llegó tan lejos con sus planteamientos y únicamente se ha dedicado a adherirse a los dogmas inculcados por sus profesores durante las clases, cosa que me parece todavía peor.
Como decía unos párrafos más arriba, la Universidad debería ser un espacio común que uniese a personas que, movidas por el juicio crítico y ansiosas por comprender el entorno que las rodea y descubrir la verdad, no tuviesen reparos en cambiar de idea. Sin embargo, tal atmósfera se vuelve imposible cuando la motivación ya no es el conocimiento por el conocimiento, sino la voluntad irracional de creer en lo que se desea creer a toda costa.
Esto último no supondría un problema si sólo se circunscribiese al ámbito académico y sus habituales rifirrafes, pues con la refutación de sus premisas habría sido firmada su sentencia de muerte y dichas ideas pasarían a formar parte de un sector doctrinal minoritario y friki —es que, por favor, estamos hablando de rechazar que el sexo sea o no binario. Alguien pensará que le he dado demasiada importancia a lo presenciado en el tren, pero sólo es la punta del iceberg, pues estamos viendo cómo para algunos sectores de la población esta disputa ya no es disputa, sino que se ha convertido en una verdad absoluta e incontestable que, trascendiendo al terreno de la política, tiene la intención de convertirse en ley.