Les engañaría si dijera que tengo algún tipo de consideración por el Régimen de 1978. Supongo que no les cogerá de sorpresa. Es una de las razones por las que rara vez dedico mi tiempo a sus polémicas estériles o a sus instituciones, casi siempre inservibles de facto, decepcionantes o socavadoras de la propia credibilidad del sistema. Además, para escribir sobre el narcisismo o la doblez de Sánchez, la enésima estupidez nacionalista o dar palmas al PP, que es lo que va tocando, ya hay personal a paladas.

No importa cuándo perdí la fe setentaiochista. Esto no va de eso. Va, entre otras cosas, de cómo nos han acostumbrado a circular con la testuz tan baja que basta un poco de sentido común para que lo celebremos como algo extraordinario. Podemos poner de ejemplo lo ocurrido la semana pasada durante la ceremonia de investidura de Gustavo Petro como presidente de Colombia. Dicen que el Rey de España no se incorporó ante el bardeo bolivariano de Hiper-Asia y, de ser cierto, entiendo que cumplió con su deber. Sin embargo, los ditirambos de la corte tuitera y periodística en honor de Felipe VI sonaron a victoria pírrica. Como cuando se logra arrancar el destartalado 127 del abuelo, pero uno sabe con certeza que aquello está destinado a calarse en menos de un minuto. Y se cala.

No es necesario entrar en complejos andamiajes jurídico-políticos. Las monarquías europeas, vacías de todo contenido que las acerque realmente al común y basadas en el modelo anglosajón, han quedado reducidas a inofensivas instituciones de guardarropía o papel cuché. A algo decorativo y sumiso, cuando no directamente cómplice de cenáculos, personajes y organizaciones internacionales prestos a decidir qué asuntos deben importarnos. Convenientemente domesticadas, no queda gran cosa de aquello que las hizo grandes en el pasado. Quizá porque lo intuimos necesitamos aplaudir gestos reales y corajudos que apelen a nuestras raíces. Gestos que nos alejen, aunque sólo sea momentáneamente, del rumbo puesto hacia la mediocre república universal (imagen de esa otra república universal) con la que sueñan nuestros señoritos en sus despachos de Washington, Bruselas, Nueva York o Coligny.

Sin embargo, en su ceguera, los hay que siguen viendo en la monarquía constitucional una continuación del Antiguo Régimen. Es un clásico de esa izquierda indefinida que vibra con la mitología revolucionaria francesa. Aunque siendo sinceros, no sólo a ellos excita el reencuentro con sus arcaicos fetiches políticos. De vez en cuando sale el pureta libertario, la ciudadaner, el novelista o el intelectual coñazo aplaudiendo trilemas de mandilón, dándose al anticlericalismo más pachanguero o echando en falta decapitaciones «que nos hubieran librado de la ignorancia y el fanatismo».

La semana pasada, después del punzante episodio colombiano, le tocó a una lumbrera de Unidas Podemos reclamar la guillotina en redes sociales. Es la obsesión clásica del adolescente político, pero, sobre todo, es la muestra de cómo algunos proyectos ideológicos, aquí o en Seattle, no están más que para servir de comparsa a los que ocupan los despachitos citados anteriormente.

El sans-culottismo nacional sería algo digno de estudio si no le conociéramos tan bien. Le pone la guillotina, pero olvida la semana laboral de diez días, la autorización de especular con el trigo y el fin de las corporaciones (organizaciones protosindicales). Sueña con trinchar guardias suizos en el palacio de las Tullerías, pero ignora convenientemente la libérrima exterminación del campesinado vandeano (mujeres, viejos y niños incluidos) a manos de las «columnas infernales» del General Turreau (luciférico, ¿verdad?). Le hubiera gustado asistir a la decapitación de Luis XVI, pero olvida el maltrato judicial que sufrió la Reina a manos del machirulo Fouquier de Tinville que llegó a acusarla, falsamente, de haber abusado de su hijo. Por cierto, aquello generó una corriente de solidaridad femenina que se volvió contra el citado fiscal. Y siguiendo con esto, nuestros revolucionarios quieren hacer de los niños perfectos ciudadanos con su memoria democrática y su canesú, pero desconocen la agónica tortura que sufrió el jovencísimo Delfín al cuidado de sus educadores.

Al sans-culottismo nacional le gusta creer que sus antepasados ideológicos pintaron algo en esa revolución burguesa —todas lo son—, pero la verdad es que se les despreciaba. Si estuvo fue para ejercer, cobardemente, de sicario y charcutero de la pequeña aristocracia y sus aliados. Exactamente lo mismo que hace hoy día, pero utilizando métodos algo menos cruentos. Eso sí, de finura va igual de justo que hace un par de siglos.

Desgraciadamente, tomamos por contradicción ideológica lo que no es. Somos incapaces de entender que cierta izquierda no es más que una creación del poder por vía de infiltración; algo que, efectivamente, ya fue denunciada por Michel Clouscard hace cincuenta años. Nos cuesta descubrir, en fin, quiénes son los mejores voceros y comerciales de ese luciferismo, apatridismo y aborterismo que fueron denunciados, valientemente, hace algunos días en redes sociales. Y, en este sentido, aunque el futuro de algunos partidos y vividores del presupuesto esté en entredicho, olvidamos que sus ideas están muy bien incrustadas en el cuerpo social y que resistirse tiene su precio.