Hay dos cosas que me pasan cuando veo las películas que más me gustan. Me refiero a esas cintas a las que siempre vuelvo y de las que, si lo intentase, no podría escapar. Aunque bien es cierto que no lo intento y, me temo, no lo intentaré nunca. Las cosas que me ocurren son, en primer lugar, buscarme en un gran número de las situaciones que veo en la pantalla. Me proyecto a mí mismo en ellas, pienso que esas vidas grabadas pueden ser, y de hecho son, en parte, la mía, y quiero o bien entrar yo en la pantalla, o bien que la historia salga de ella y me ocurra a mí. Supongo que en eso consiste la magia del cine que tanto me gusta. En segundo lugar —y de esto es de lo que les vengo a hablar—, tengo la costumbre, no sé si sana, de inventarme todo lo que no aparece recogido en la pantalla, todo eso que no nos han dejado ver, que no ha quedado grabado. De ese modo, con el recuerdo de la película de turno que me chifló, conservo en mi cabeza una retahíla de imágenes inventadas e historias imaginadas que vienen a rellenar los huecos que nos han dejado sin contar.

Claro que las cosas que me imagino, créanme, son más bien anecdóticas, casi todo detalles que poco aportan a la trama principal —si es que de casualidad tienen algo que ver con ella—, pero que a mí me tienen realmente intrigado. Que si qué habrá pasado en ese taxi de vuelta a casa; que si él le estaría cogiendo las manos mientras la besaba durante ese primer plano; que en qué lado de la cama preferirá cada uno o si les gustará leer antes de dormir; que si a ella le gusta que le pase el brazo por la cintura mientras pasean. Créanme también que mi habilidad para los finales alternativos es sorprendente y llego a enfadarme con aquellos que me discuten que aquello no terminó así, que es invención mía y que en la pantalla no se ve nada de eso. Y, por último, créanme también cuando les digo que, llegado un punto, cuando esas historias inventadas pasan mucho tiempo en mi cabeza, comienzo a incorporarlas, a mezclarlas con las que sí aparecen en la película, se las cuento a mis amigos y se hacen parte de ella, como si hubieran sido grabadas, de la propia película. Ahí se quedan para siempre.

Y todo eso de imaginarme lo que no nos han contado me ocurre de una manera muy particular cuando vuelvo, una y otra vez, a los escasos cinco minutos que duran toda la vida juntos de Carl y Ellie en Up. Esos cinco minutos que son, ya lo he dicho en alguna ocasión, tan fugaces como la vida misma y que vemos, además, con unos ojos inundados en lágrimas. Porque el corto que es la vida de Carl y Ellie muestra lo que nos muestra y me deja mucho a la imaginación. Y yo me resisto a creer que el matrimonio, además de vender globos, romper huchas y leer juntos de la mano, no haya hecho todas esas cosas que a mí me gustaría hacer con mi mujer, esas cosas que yo quiero en mi vida. Entonces claro, aquí suceden esas dos cosas que antes les decía, me veo en ellos y me invento el resto. Esos huecos que nos dejan sus cinco minutos de vida juntos son tantos que me dan para imaginarme tres o cuatro vidas. Me imagino en cómo habrían salido alguna vez de novios —no demasiado tiempo porque se casaron pronto— para descubrir algunos lugares a los que, años más tarde, decidieron volver de casados. Pienso en cómo saldrían, de vez en cuando, a cenar, y cómo ella pide una cuchara extra para quitarle un trocito de la tarta de chocolate que es el postre de él —seguro que le quita el piquín del triángulo, que es lo más rico—, pienso en cómo ella recuerda llorando de risa aquella boda de unos amigos en la que él bebió algo más de la cuenta y le dio la brasa al padre de la novia. Les pienso cantando juntos en el coche, les pienso en un viaje a un destino de sol y playa en el que no les dejó de llover, les imagino decidiendo qué película ver juntos los jueves de cine, esos cuando piden sushi a su restaurante favorito, y ella termina por dormirse a la mitad de la cinta. Estoy tan seguro de que él suele elegir algo clásico —Cary Grant, claro— y de que ella, pese a que Cary Grant le parece guapísimo y elegantísimo, prefiere algo más actual.

Up nos ha enseñado cómo Carl y Ellie colocaban juntos los sillones para leer —en una escena que me encanta, por cierto, en la que él colocaba el de ella y ella el de él—, pero no nos dicen que les encanta ir al Ikea juntos los sábados por la tarde y comprar menaje. Que él es un poco quisquilloso y que hasta que no deja en la posición perfecta los cuadros no se queda tranquilo, ni nos cuenta en todas las librerías que han visitado, en cómo compran libros para recordar los sitios a los que van porque lo de los imanes para la nevera no es lo suyo, ni cómo ponen el lugar y la fecha en la primera página para recordarlo todo. Up nos muestra que siempre tuvieron el apoyo el uno del otro, en los momentos más duros, ya lo han visto, pero no nos enseña que los domingos, antes de misa de ocho, van a tomar chocolate caliente y que ella, incomprensiblemente para él, también se lo toma en verano. Dirán ustedes, como dicen mis amigos cuando les cuento todas estas cosas que me invento de las películas que más me gustan que por qué lo sé. Y hoy les confieso que esto, concretamente esto, lo sé porque Carl y Ellie somos, en cierto modo, ella y yo. Lo sé porque Carl y Ellie son, un poco, todos los que quieran verse en ellos.

Y, aunque no creo que haga falta justificarse para hablar de Up, les diré que hoy pienso en esa historia porque no sólo nos cuenta eso que tanto me gusta creer de que el amor puede durar para siempre, sino que ese para siempre pasa demasiado rápido y, casi siempre, sabe a poco. Pienso en esa historia porque ahora planeo todo lo que quiero vivir con mi novia, y porque puede que un día, como le pasa a Carl Friedricksen cuando ya no está Ellie Friedricksen, me encuentre con una vieja fotografía en un cajón, una fotografía que me recuerde todo aquello que se quedó en el tintero y para lo que, entonces, es demasiado tarde. Por eso me prometo ahora, con todos estos ojalás que tengo para con ella, esos que se tienen al comenzar algo realmente importante, con casi todo por vivir, que no quiero que llegue ese día en que me mire —nos mire— en esa instantánea y me encuentre con que lo que ha quedado es una vida llena de huecos a completar con mi imaginación, como hago con las películas que más me gustan. Lo que no puede quedarnos, querida María, es una vida llena de ojalás. Así de claro.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.