Tres días después del desastre causado por las aguas en la Comunidad Valenciana, Castilla-La Mancha y Andalucía, comenzamos a tomar conciencia de la magnitud de la tragedia: gente ahogada en los coches o en garajes, docenas de desaparecidos, pueblos enteros arrasados, familias que lo han perdido todo.

No hablaré de los políticos con responsabilidades de gobierno. Ya habrá ocasión de juzgar si estuvieron a la altura.

Mientras escribo, por toda España, miles de ciudadanos se movilizan para enviar a las poblaciones afectadas alimentos, ropa, herramientas… Tipos que han agarrado sus coches, los han cargado de cosas y los han puesto a disposición donde han podido. Familias que se han ido a naves y locales parroquiales para echar una mano. Gente que escribe en redes sociales para preguntar en qué pueden ayudar.

En medio de esta catástrofe terrible se está revelando el verdadero rostro de España, es decir, de los españoles, que es lo mejor que esta tierra hoy herida lleva dando desde hace siglos. Lo recuerdo. Son los mismos que nunca faltan en las tragedias que azotan a otros países —los Hércules del Ejército cargados de medicinas, el auxilio enviado a Haití, a Marruecos, a todas partes— y que hoy se ponen en marcha para el socorro de sus conciudadanos.

De todas partes (Francia, Argentina, El Salvador) llegan propuesta de ayuda. Nosotros, que tantas veces hemos asistido a otros, necesitamos hoy de su ayuda. Es reconfortante saber que tenemos amigos.

La ciudadanía se indigna por la inacción de los políticos, por la mediocridad de quienes eluden sus responsabilidades, por los saqueos. Piden que se despliegue el ejército. Ya están dándolo todo los bomberos, los policías, los guardias civiles. Recuerdo aquella viñeta de Mingote del año 83, publicada al día siguiente de un asesinato de ETA, que mostraba a un guardia rescatando a hombros a un anciano en los ochenta: «Han matado a este guardia civil».

No dejo de pensar en lo que sería este pueblo —mi pueblo— si tuviese buenos líderes en puestos de gobierno. Como en tantas otras ocasiones, cada uno se ha organizado como ha podido, como ha sabido, como Dios le ha dado a entender. Esta gente —mi gente— es como un corazón batiente que bombea la sangre a cualquier sitio. Recuerdo el verso 20 del Cantar del Cid, que tomó Valencia. «¡Dios, qué buen vasallo, si tuviese buen señor!». No somos vasallos, pero a veces se echa en falta señores.

«Hay que hacer algo» es una frase que puede presagiar el desastre, pero también el renacimiento. Millones de españoles sienten hoy que algo hay que hacer. Enviar macarrones, lentejas, potitos, pañales, palas… Cargar camiones o furgonetas. Avisar de dónde se necesitan todas esas cosas.

Rezar.

Rezar con todas las fuerzas por esas familias que lo han perdido todo: los padres, los hijos, los hermanos, los amigos, la casa…

Rezar por esta España que hoy alza la cabeza para ver hasta dónde llega la calamidad.

No dejen de elevar sus oraciones.