Entrados en el tiempo de Adviento, el cine navideño llama a la puerta con fuerza. Ayer visioné por no sé cuántas veces ya Un gángster para un milagro (1961), el último filme del celebrado director Frank Capra. Las razones para volver a verla era numerosas: es un clásico, y como tal, ello significa que, como sugirió un hombre de cuyo nombre no quiero acordarme, «lo clásico es lo que no se puede hacer mejor»; es un largometraje sobre el bien y el mal, sobre la bondad humana, sobre que los milagros sí existen al contrario de lo que puede pensar la mayoría; es, en fin, un título de Capra, uno de los más grandes directores hollywoodienses de la historia del cine, un cineasta como una catedral en cuya filmografía despliega una creatividad sin límites.
El título de la película en su versión original llama ya de por sí poderosamente la atención: Pocketful of miracles. Podríamos traducirlo por algo así como «un puñado de milagros». No es baladí detenerse en el nombre del filme: ahí está la clave de la película. Porque de eso va la historia. La narración me recuerda a aquella cita de Gandalf el Gris en la adaptación cinematográfica de El Hobbit: «He aprendido que son los detalles cotidianos, los gestos de la gente corriente, los que mantienen el mal a raya: los actos sencillos de amor». La película es en sí un compendio de concretos detalles de caridad.
Esta fábula moral, como lo son la gran mayoría de las obras caprianas, comienza con una toma de un día lluvioso en el Broadway neoyorquino de los años 30. Allí, donde sobresalen las tiendas elegantemente decoradas, los escaparates lujosos, los hombres enfundados en sus costosas gabardinas, las mujeres emperifolladas con sus delicadas piezas de joyería, se atisba por su clara distinción frente a toda esta manifestación de alto copete una humilde pordiosera ataviada con un sucio vestido gris, una deshilachada bufanda oscura y un horrendo artículo para la cabeza que hace las veces de sombrero. Es Annie Manzanas, una de las tantas viandantes de la ciudad de Nueva York que se gana la vida vendiendo esta fruta a los paseantes del callejero de Manhattan.
Ya desde el comienzo del filme Capra nos sitúa con perfección milimétrica en la acción: una pobre mujer trata de ganarse la vida en un Nueva York finamente impregnado de espíritu navideño. A partir de ahí la narración continúa avanzando hasta toparnos con el otro gran personaje de la película: Dave el Dandi, un meticuloso gangster metido en el negocio del contrabando, pues estamos en plena época de la Ley Seca. Ambos personajes se cruzan en el camino por un hecho que, en otras circunstancias, bien no podría de pasar de anécdota: el Dandi cree firmemente que las manzanas de Annie, compradas a su debido momento, despliegan un mágico efecto sobre los planes del camorrista; una suerte que le permite siempre salir ganando en sus truculentos quehaceres. Este es otro detalle importante de la película: es una historia de fe, de creencia en lo que no se ve, de afirmación de los hechos extraordinarios en la cotidianidad de la vida.
A partir de ahí la acción del filme discurre con una velocidad propia de las comedias caprianas: se suceden los hechos con rapidez, fluyen los diálogos con ingenio y participan todo un rosario de intérpretes de lo más tronchantes. Está Alegre, el calculador esbirro del Dandi, siempre preocupado por los asuntos del hampa y carcomido por un fuerte pesimismo pese a que su nombre pudiere indicar lo contrario. Está también Chico, el chófer y chico de los recados del Dandi, de poco coco, pero servicial e inocente a partes iguales. Otro secundario monumental es el camaleónico juez Blake, interpretado por un soberbio Thomas Mitchell, uno de los actores fetiche del cine de Capra. Igualmente es de destacar el papel de Queenie, la novia del Dandi, con un difícil pasado como se nos muestra al comienzo de la película y quien será clave en el cambio de perspectiva del Dandi respecto a Annie.
Será precisamente Queenie la que convenza al Dandi de que debe ayudar a Annie. Esta esconde un profundo secreto: desde hace años se cartea con su hija que reside en Europa. Capra explica con poco detalle los entresijos de esta situación concreta. En realidad, no le hace falta. Basta hacer saber al espectador que Annie tuvo un pasado que resultó en una preciosa niña a la que envió a vivir y ser educada en un convento en Venecia (dato curioso: en la versión original del filme, Capra sitúa a la niña en España. Sospechamos que el franquismo por motivos de imagen-país censuró este aspecto con la técnica del doblaje porque en un momento de la película la cámara enfoca a una bandera de la II República y en otro momento se alude a la Spanish disease). Entonces la narración da un vuelco: la joven avisa a su madre de que va de visita a Nueva York para presentarle a su futuro marido y su padre, dos hombres de la alta nobleza italiana: los Rómulo. No desvelo más parte de la trama por miedo a ser tachado de destripador del argumento.
Un gánsgter para un milagro rezuma belleza, bien y bondad a raudales. Garci, en esa enciclopedia cinéfila que es Qué grande es el cine, la define como «El hombre que mató a Liberty Balance de las comedias». El ritmo de la acción, los diálogos descacharrantes, la sensacional puesta en escena, la colorida fotografía… Todo recuerda a lo mejor del cine de Capra: la fe en el hombre. La esperanza de que las cosas saldrán bien. Por momentos, este cuento de hadas recuerda a la alegría que desprende Vive como quieras, al final feliz de Qué bello es vivir y a la defensa de los oprimidos que trasluce Caballero sin espada. El último filme de Capra es un conjunto bien armonizado engalanado con maestría para la posteridad. El director parece que quiso plasmar con claridad una máxima: que en lo más profundo del corazón del hombre late un apego hacia la bondad y la misericordia con los más desdichados. La evidente manifestación de ello es el Dandi: así como el ladrón Dimas se convierte en los últimos instantes de su vida al contemplar al Sumo Bien vapuleado y masacrado, el Dandi experimenta la redención ayudando a la mendiga Annie. Hasta tal punto llega su conversión que en un momento del guion su vida girará 180 grados.
En fin, Capra, con este puñado de milagros, bien puede decirse que manifiesta a las mil maravillas el dicho paulino de que donde sobreabunda el pecado (el gangsterismo) sobreabunda la gracia (la caridad).